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HUGO ALFREDO HINOJOSA

  • Temor a existir en el siglo XXI

    junio 15th, 2022

    Para ser este el siglo de las libertades, según lo anuncian los medios, gobiernos y los apologistas [disfrazados de activistas], es bastante curioso el temor que existe en el mundo al que estamos ceñidos, por lo menos en el occidental. Vivimos en un estado de culpabilidad profundo y siniestro por ser parte de una cadena de eslabones ideológicos cincelados en nuestra mente sin nuestro consentimiento. Me sorprende cómo el cristianismo y sus fundamentos reorganizados se aferran y reconvierten sus salmos en diatribas ad hoc para el ideario contemporáneo. En una sociedad donde todos tenemos derechos, hay quienes reclaman más; no entiendo el porqué.
    La “culpa” cristiana, a lo largo de los siglos, fue una herramienta fundacional colonial del comportamiento humano, regla y medida, para unos cuantos. El infierno como fundamento del dolor metafísico se utilizó para potenciar la culpa y el temor en toda sociedad, lo mismo niños que jóvenes, mujeres y hombres. Si algo hizo bien la religión a lo largo de los siglos, más allá del cristianismo, es potenciar el temor como mareas que hicieron de todo espíritu salitre. No se trata de creer o no en Dios, pues esa idea seguirá ocupando la mecánica del pensamiento humano con otros nombres mientras existamos como raza en este mundo y los que vengan, si es que alguna vez conquistamos la estancia del espacio.
    El siglo XXI es el siglo de la fe; es el tiempo de la negación de las religiones por saberlas obsoletas, pero se mantienen vivas por su transformación a propósito de las necesidades de las espiritualidades modernas. Este es también el momento sustancial de la “obviedad” como sistema y doctrina que todo lo fundamenta, de la cual no hay escapatoria. Hace un par de semanas se llevó a cabo el encuentro del Foro Económico Mundial en el cual NOKIA declaró que, según la agenda, antes del 2030 la telefonía celular será obsoleta como la conocemos, porque nuestros cuerpos formarán parte del receptáculo de la ingeniería comunicativa. En ese mismo foro, se abordaron las pandemias por venir, la inclusión y el respeto por la identidad; se hizo hincapié en cómo el Estado y su aparato debe ser el responsable de cuidarnos.
    (Sin embargo, hay tres temas que son irrelevantes para esta agenda: los niños, las mujeres y el medioambiente. Son cábalas medulares, sí, pero éstas promueven de entrada la culpabilidad espoleada hacia el temor. ¿Cómo criticar aquello que es lo “correcto” ante la mirada de todos sin que se generen cambios verdaderos acerca de los temas en cuestión? ¿Acaso conocemos un programa mundial eficaz, luego de medio siglo de existencia del foro, que haya eliminado la violencia y trata ejercida contra la infancia, o en contra de las mujeres que, por cierto, pierden de nuevo las libertades ganadas y son derrotadas una vez más en la batalla en contra del patriarcado por una ideología de género? Del medio ambiente no tenemos nada más que agregar).
    Mientras esas conversaciones por nuestro bienestar se daban a puertas cerradas en Davos, en otra parte de Europa, había un grupo de personas que intentaban convertirse en las primeras en ser reconocidas como seres híbridos: mitad carne y hueso, sangre, más “transistores” [disculpen el término obsoleto] y microchips que las convierten en cyborgs. Algo que el científico Peter Scott-Morgan, el artista visual Neil Harbisson y la bailarina Moon Ribas, dicen, es posible y una realidad. Es interesante sobre todo porque, pienso, la bailarina embarazada, Moon Ribas, se percibe hasta donde entiendo como una máquina híbrida capaz de generar vida. Ese fue el destino del androide Rachel, en Blade Runner, de Ridley Scott, el robot que gesta en su vientre mecánico la carne, el hueso y el alma. No critico el destino a seguir por el científico y los dos artistas porque, hasta donde sé, no se rasgan las vestiduras queriéndonos convencer de sus estados de gracia.
    El Foro Económico Mundial me parece interesante como religión y no como un espacio de reunión que impulse un cambio a propósito de beneficios para la gentes. Lo pienso como una religión porque de este manan tendencias del pensamiento que regulan las conductas y los discursos. Basta con escuchar a la exprimer ministro de Nueva Zelanda, Helen E. Clark, que pide a los gobiernos no perder la gran oportunidad, brindada por la pandemia, de ejercer el control total para que el pueblo obedezca. Qué grave postura. Como toda religión, en su radicalismo está el devenir sólo que, en el caso estos grupos, la religión es global e irrenunciable. Durante los últimos dos años, posteriores al inicio de la pandemia, percibo en las sociedades un sentido de la culpabilidad agravado que desemboca en el temor absoluto a todo y la moneda de cambio es la libertad de pensamiento. En un principio, con la fuerza que tomó el discurso políticamente correcto, me enervaba pensar que todo tenía que ver con la obviedad por vivir como buenas personas, pero no todos quieren ni queremos ser buenas personas las 24 horas del día.
    El estado natural de nuestra sociedad moderna es la “culpa”. Nos sentimos culpables por la violencia, el radicalismo, por el cambio climático, porque otros no se vacunen, porque otros más no utilizan los pronombres correctos, por no saber definir qué es una mujer o un hombre, porque no entendemos cómo una mujer desea ser un hombre y viceversa, porque hay quienes quieren ser nombrados con el símbolo digital de una “muela” porque no se identifica como un ser humano, pero sí como una muela; porque no nos atrevemos a hablar del gran padecimiento mental de las sociedades contemporáneas. La lista sigue ad nauseam, posicionándonos en un estado de alerta absurdo y temeroso por no cometer errores que nos puedan encasillar en la intolerancia como muerte social: la resignificación del pecado/capital, ahora transmutado en intolerancia.
    “El ángel exterminador”, dirigida por Luis Buñuel, escrita en colaboración con Luis Alcoriza a principios de la década de 1960, e inmersa por completo en otro momento histórico, habla de cómo las personas juegan un papel inquisitorio cuando los demás están fuera de su contexto. En la cinta, las repeticiones que tienen durante el arribo de los comensales a la fiesta y, sobre todo, durante el brindis de uno de los personajes, primero con la atención, de todos y luego sin el interés de nadie, es una radiografía fiel de nuestra modernidad. Una vez que los personajes no pueden escapar del encierro, comienzan a juzgar la vida ahora fuera de la intimidad del hogar de los otros. Luego de eso, una vez que se dan por vencidos al saber que no podrán escapar de la estancia en la casona, inicia con ello el caos absoluto donde ya no puede reinar la paz justo por la pérdida de la clandestinidad profunda a la que todos tenemos derecho.
    El pecado como herramienta de la civilidad se torna anticuado en “El ángel exterminador”. Al estar todos los pecados capitales presentes en la escena, la intolerancia ha perdido la partida y, por tanto, la culpa no existe más, ni el temor. Es la anarquía en su más sensible naturaleza. Una vez que los personajes logran escapar de la casa y retoman su vida de clandestinidad, pueden visitar de nuevo la iglesia y reivindicarse como gente socialmente apta para convivir y juzgar. Es una partida genial porque ahora le ceden a la iglesia el encierro y la resignificación del pecado, por lo menos en la película.
    Lo he preguntado en otros momentos y lo repito: ¿Para qué necesitamos gobiernos? ¿Por qué permitimos que se nos gobierne y controle? ¿Por qué accedemos a eliminar la rebeldía de nuestra esencia, ahora sí existencialista, por el temor que nos genera la culpa y que nos lleva a sentir que la libertad es en sí un pecado original en el mundo?
    Los apóstoles globales, esos que predican desde el mundo digital hacia el de carne y hueso, son especialistas en generar doctrinas efímeras de gran impacto. La operación misma de hacernos sentir culpables por nuestro derecho natural a ser intolerantes es una labor titánica. Cada nueva tendencia que ocupa los espacios del debate público está creada para unificarnos, para eliminar la intolerancia pecaminosa hacia las tendencias normalizadas por la globalización. Así, mujeres y hombres que deambulan como “buenas personas”, diciendo qué debemos hacer y cómo, no se dan cuenta de que pertenecen a una secta perfecta donde sus ideales no importan y sus sentimientos son menos que nada.
    Esa gente que predica sobre el medio ambiente, las cuestiones de género, la política inclusiva, que tiene como tarea primordial hacer sentir culpable a los demás para hacerlos vivir con temor por tomar sus propias decisiones, son las herramientas perfectas que fomentan la desaparición de la anarquía en aras del sometimiento maleable. Aclaro: no ataco aquí a quienes en verdad viven y disfrutan plenamente sus decisiones y formas de vida; curiosamente estos viven con plenitud sin necesidad de solicitar la aceptación “espectacular” de los otros.
    Las tendencias modernas no son sino variables de la religión como concepto, que tiene como fin (siempre lo ha tenido) el control de los miedos, pero, ahí donde Dios ya no tiene cabida, está la conciencia del que desea hacer el bien a partir de echarte en cara todo lo que, a sus ojos, haces mal como ser humano, es decir, no sentir culpa ni esa necesidad infantil de pedir perdón por existir. Hemos llegado al momento divertido donde nos tememos a nosotros mismos.
    Necesitamos que nos cuiden para no decir nada que perturbe a los demás sin importar lo incómodo que puedo estar conmigo mismo. Entre más potenciemos el poder de la culpa vía los señalamientos flamígeros de las religiones contemporáneas, estamos subyugados, y sin Dios, a obedecer los nuevos mandamientos derivados de las tendencias de ideas globales. Hay que continuar luchando por la clandestinidad de nuestros actos, llevar una vida abierta nos enfrenta al control… no caigamos en el juego de la equidad libertaria de la expresión. No todos deben abrir la boca, pero tampoco debemos decidir quién puede hacerlo, en mi caso, porque no quiero hacer sentir ni culpable ni temeroso a nadie, pero, así como no intento culpar a los otros de sus pensamientos, tampoco estoy de acuerdo en subyugar mi expresión por la fragilidad aparente del que desea conquistarme. Que todos sigan pecando.

  • In memoriam siglo XX

    junio 1st, 2022

    Siempre he pensado que, cuando muera mi madre, morirá con ella el mundo que conozco. Solos, ambos, caminamos durante décadas porque no teníamos familia cercana. Fue una decisión de vida que tomó ella y más tarde comprendí. Lo que conozco en principio, hablar, soñar, reñir, lo aprendí de ella y a su manera; como todo hijo he intentado con el paso de los años dar vida a mi propia identidad. Sin embargo, soy parte de ella y de mi padre, pero ella me trajo al mundo, por tanto, le debo más. Al quedar viuda me cuidó lo suficientemente bien, me dio educación, gracias, mamá. Soy, como miles de millones de seres humanos, hijo del siglo XX, de un momento histórico irrepetible que revolucionó todos los campos de la tecnología, el pensamiento, la economía y la tecnología militar. Pero ese siglo que nos dio vida ha muerto, su eco pierde reverberación.


    En los últimos meses, dejaron de existir algunos personajes de la cultura popular que formaron parte activa de la memoria de fin de siglo. El actor Ray Liotta, el músico Andy Fletcher, y el escritor Domingo Villar, están lejos pero jamás serán olvidados. El primero es ícono cinematográfico, el segundo un músico de vanguardia y el tercero un escritor que dejó huella en su generación. Previo a la partida de estos, partieron otros músicos, poetas, actores, escritores, que nos arrebataron sus voces. Jamás volveremos a leerlos, a escucharlos, a sentirlos. Esto me llevó a reflexionar que todos forman parte de la generación de mi madre, por tanto, ella tal vez pronto partirá. No lo sé, no lo deseo, pero es una posibilidad. A esto sumo que, después de ella, morirán quienes considero mis maestros y pronto mi generación arribará puntual al ocaso. Reflexionar sobre mi propia muerte me lleva a tomar de Rubén Bonifaz Nuño estos versos: “porque soy hombre aguanto sin quejarme que la vida me pese; porque soy hombre, puedo. He conseguido que ni tú misma sepas que estoy quebrado en dos, que disimulo; que no soy yo quien habla con las gentes. que mis dientes se ríen por su cuenta mientras estoy, aquí detrás, llorando”. Aunque son versos que le hablan al amor, los podemos adaptar a la existencia en cualquiera de sus formas.


    Mueren los ídolos, los maestros. Muere el tiempo, por supuesto y qué estupidez porque él no muere, perdura, nos marchamos nosotros. El siglo XX fue extraordinario, el pináculo de la civilización, hasta el momento donde la física clásica reinaba, lejana y divertida, de la ingeniería digital que poco a poco se deshace de nuestro cuerpo. Ese fue un siglo de dos grandes guerras y de luchas férreas que separaron países y otros tantos, caídos en desgracia, quedaron a la deriva sociopolítica. Hoy recuerdo, por la cultura popular del siglo pasado, las películas, libros y melodías, las guerras de Siria, Irán, Afganistán, Irak, de nuevo Afganistán, de nuevo Irak; la tercera guerra de los Balcanes.


    Fuera de la Guerra de Vietnam no hubo otra que pudiéramos señalar como el fracaso de la humanidad gracias a su espectacularidad. La Segunda Guerra fue el fracaso de la humanidad desde su condición sensible, ninguna otra con ese salvajismo dentro de los campos de concentración que se ocultaron a más no poder. El libro abierto que fue Vietnam nos permitió conocer la miseria casi en vivo… “Live Death”; en esa guerra el gobierno abrió las puertas del infierno a los periodistas que retrataron, cada respiración e instante de una batalla perdida, de hombres lastimados por una política sin sentido. Qué curioso resulta que, en pleno siglo XXI, cuando la tecnología de transmisión es ilimitada, no vemos muertos en nuestras pantallas por el conflicto social, que no guerra, en Ucrania.


    Vivimos un momento interesante en el que los ídolos de carne y hueso realmente no existen. Se autonombra alguno que otro despistado, pero no logra llegar a la cima de la beatificación. Hasta la fecha ningún líder social me inspira ni un ápice de confianza. Es terrible. Los políticos naufragan completamente amotinados por sus ideologías que, si bien no convencen a nadie, ahora empujan su idealismo a la fuerza sobre el manto acrítico de la gente. En la medida en que los gobiernos “democráticos” pierden credibilidad buscan y generan agendas que prometen paz más equidad. Dichas agendas son cada vez tan agresivas que generan la repulsión generalizada, excepto de aquellos que piden a gritos “derechos” para el absurdo mismo.


    El principio de la libertad radica en que todos podemos pensar lo que nos venga en gana, así pues, ¿por qué debo de estar de acuerdo con todos y todo?, sólo por el temor a ser rechazado, ¿por qué debo cambiar el nombre de las cosas para que otros no se ofendan? ¿Por qué debo acceder a que se modifique el planteamiento mismo de lo que es una familia?, ¿por qué un amante de los animales puede ofenderse al decirle que un perro no es un niño? Qué complicado es caer en obviedades que están al nivel del sentido común.


    Es divertido y tétrico ver las conferencias del Foro Económico Mundial. Los poderes económicos y políticos se erigen como una pésima caricatura del olimpo, donde se decide el futuro de la humanidad. Será bastante divertido y trágico presenciar cuando la propuesta actual del Foro Económico Mundial del uso de tu propio dinero se mida y limite, por fin, por tu huella de carbono. Hoy es una “súper” idea que no lo parecerá cuando sobre pases tus índices de contaminación, y te retiren tus “derechos” económicos.


    Cuando Lars von Trier en “Manderlay” planteó al personaje cinematográfico, libertario y “woke” de Grace, se atrevió a mostrarnos cómo una persona aspiracionista, sin conocimiento verdadero de las causas que rigen un contexto, puede llegar a cualquier destino o institución y descomponerlo todo. Grace es la encarnación de un político, de un activista, de una persona ignorante, en algunos casos, bien intencionada. Grace, la pelirroja, arriba al pueblo, detiene el castigo de un personaje negro, pronto se hace cargo del campo de esclavos y, cuando menos lo imagina, los esclavos terminan por dominarla, para hacerla entender cómo el problema que intentaba resolver es imposible desde el idealismo. El final de esa película es extraordinario, Grace declara, parafraseo: “ahora pueden hacer lo que deseen”. A lo que los personajes negros contestan: “somos esclavos, no puedes cambiar eso. Pero puedes quedarte con nosotros para que entiendas”.


    Extraño el siglo XX porque mis ídolos fueron de esa época, por supuesto, me duele, no hay otra palabra, pensar en cómo todos mueren, tarde o temprano moriré, no hay más, es muy poco tiempo el que estamos en esta tierra. Pronto mi generación comenzará también a quedar huérfana de ídolos que son escritores, deportistas, cantantes, políticos, activistas que en verdad lucharon por sus causas. Este cambio de siglo era inevitable, pero el sentimiento de desarraigo es brutal. No comparto el jolgorio de personajes como Klaus Schwab, del Foro Económico Mundial, que se aferra hasta el último segundo de su vida por el control del pensamiento mundial; pero tal vez no es el control por el control. Quizá, como tantos políticos, tiene miedo de perder el poder porque sabe lo mucho que ha dañado a la sociedad misma que pretende ayudar, tiene miedo a ser llamado a cuentas. Sobre todo, tiene miedo a enfermar de su propia plaga.


    Adiós, siglo XX, de tu tiempo extraño la libertad. Mientras escribo no mido quién puede sentirse lastimado, qué más da. Nunca he tenido poder, si alguien se siente aludido que cierre la página.

    Columna publicada en El Universal

  • Adiós Eduardo, adiós Lizalde

    mayo 28th, 2022

    Algunos poetas contemporáneos tienen pésima fama por la síntesis de su obra, porque hacen de tres palabras ligadas un poema que perece por insustancial. Pero podemos entender que son gustos, formas propias de la vorágine moderna donde la atención misma es una moneda de cambio bastante cara. No es esta una revisión de tradiciones, sino un sentido adiós a un poeta que tuvo en las palabras una barcaza fiel sobre la que jamás naufragó. Para Eduardo Lizalde toda mi admiración, entre tantas cosas, sí por su poesía, sí por tener siempre entre sus dedos, lápiz y papel, sobre donde volcar las palabras perfectas para hacernos llorar en silencio, sonreír entre lágrimas y enamorarse no de la vida sino de la intangibilidad de los sentimientos sembrados entre el barro.

    Lizalde fue de los pocos escritores realmente comprometidos con las brevísimas revoluciones culturales del país, que no por breves fueron menos graves ni dolorosas. El poeta estuvo presente y en contra de las ocupaciones de las vocacionales. Parafraseo aquí una nota publicada en El Universal, con fecha del 20 de septiembre de 1968: “La Universidad no merecía esto, está fuera de toda legalidad y honorabilidad”, respecto a la tensión y violencia que incrementaba poco a poco, desde el mes de agosto del mismo año cuando el ejército irrumpió en diversas instalaciones universitarias para hacerse del control de los espacios. La nota antes mencionada fue también una respuesta a la carta publicada por parte de una comitiva de creadores, que fue dirigida al presidente de la república, Gustavo Díaz Ordaz:

    “Ante el hecho vergonzoso, anticonstitucional de la invasión y ocupación militares de la Ciudad Universitaria, denunciamos:

    a) El uso anticonstitucional del Ejército apoyando actos también anticonstitucionales (artículos 29 y 129).

    b) Suspensión de hecho de las garantías constitucionales (artículos 1°, 9° y 29°).

    c) Cesación de la autonomía universitaria.

    d) El ejercicio de medidas represivas en sustitución del diálogo democrático (artículo 8°).

    e) La clausura oficial de todo proceso democrático en el país.

    f) La detención ilegal, arbitraria y totalmente anticonstitucional de funcionarios, investigadores, profesores, intelectuales, empleados, estudiantes y padres de familia, cuyo único delito era encontrarse en el centro de estudios en el momento en que fue ocupado por el ejército (artículos 1°, 29°). Demandamos, por lo tanto, de usted, como presidente de México y Jefe Máximo del Ejército, el acatamiento irrestricto de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos”.

     México, D.F. 19 de septiembre de 1968

    Firmaron: Inés Arredondo, Carlos Monsivais, José Revueltas, Jorge Ayala Blanco, Tomás Segovia, Juan José Gurrola, Rosario Castellanos, Oscar Chávez, Juan Rulfo y Eduardo Lizalde, entre otros. (información tomada del artículo: 1968. Demografía y movimientos estudiantiles de Luis E. Gómez).

    Así, Lizalde estuvo presente en los grandes cambios sociopolíticos del país como un protagonista que, desde las letras, daba la batalla sin ocultar el rostro y sin lírica barata de por medio. Hoy, es común el vendaval de poetas que lanzan sus arias a favor del proletariado y obreros, sin jamás haber laborado un solo día en su vida. La coherencia debe ser fundamental para cualquier escritor, pero en nuestro país hay demasiados farsantes modernos.

    De la poesía de Eduardo Lizalde podemos escribir aquí sendas historias. Pero lo que rescato es su tarea por la metáfora aguerrida, llena de sustancia que más parecía una filosofía propia de un enamorado sin amor. Qué tragedia vivir enamorado sin ser amado, qué fortuna odiar por creer que es parte del amor y sentir que es verdad.

    En su fragmento “Grande es el odio”, tomado de El tigre en la casa (1970), nos da una lección del amor y el odio desde una perspectiva más apegada a la postura de Heráclito y su relación con la guerra:

    Nacen del odio, mundos,
    óleos perfectísimos, revoluciones,
    tabacos excelentes.

    (…)

    Cuando alguien sueña que nos odia, apenas,
    dentro del sueño de alguien que nos ama,
    ya vivimos el odio perfecto.

    (…)

    Nadie vacila, como en el amor,
    a la hora del odio.

    (…)

    El odio es la sola prueba indudable
    de la existencia.

    Del odio al amor hay un paso, reza la sabiduría popular; el odio para Lizalde es la comprobación del amor en su más pura esencia. Poder haber amado tanto que luego se odia por la distancia y la imposibilidad. Y es ese odio Heráclito el que también es motor para el olvido, para la transformación. El amor en su más pura y obvia metáfora es una forma de la guerra. Hacer el amor es hacer la guerra y sobre todo una tregua entre la palabra y la caricia aletargada. La poesía de Lizalde la veo, perdonen, ligada a la tradición del mismo Jaime Sabines. Octavio Paz cocinaba otros versos, otros tiempos, amores estoicos en todo caso. La pérdida de Lizalde es incalculable porque así era su talento. Puro y preciso, ardido en el sentido del reclamo. Puro en su capacidad política.

    Han comenzado a marcharse los últimos maestros vivos, lo mismo músicos que escritores, actores, y pintores, el nuevo siglo se queda sin los íconos del siglo XX. Necesitamos reconocer a las nuevas voces que habrán de brindarle rostro a las tradiciones literarias del mundo tecnológico, de esta gran revolución donde se lee más que nunca sin leer. Vale la pena reparar en la escritura como una forma no de resistencia sino de subsistencia. Subsistir es hoy por hoy el dilema de la escritura, hay tanto que leer, tan poco tiempo. La literatura ha girado más a la mercadotecnia de las modas doctrinarias, qué gran pesar… los escritores esperan su momento para poder aterrizar en la moda. Ojalá que perdure la poesía de Lizalde, así como la de Bonifaz Nuño, que el tigre metafórico al que dio vida don Eduardo permanezca al acecho no de nuevos lectores sino de amantes, de adolescentes, por favor, que a través de la poesía se enamoren entre sí, se desnuden palmo a palmo alejados de la decadencia poética del aparato digital.

    Texto publicado en Confabulario de El Universal

  • Vangelis, el tiempo suspendido, el caos

    mayo 22nd, 2022

    1. Lamento profundamente no ser un especialista musical ni un maestro que pueda hablar de escalas, notas, ritmo [tiempo]. Apenas soy un aprendiz melómano que, a lo largo de décadas, aprendió a escuchar las obras de Vangelis (Evángelos Odysséas Papathanassíou, 1943-2022), sin saber que eran obras del músico, sin saber que él hizo de la electricidad sonido. Pasión.

    2. Descubrí a Vangelis por accidente. A principios de los años 80, escuché sus melodías en todo tipo de comerciales de televisión locales, en Tijuana. Su música escapaba desde autos convertidos en expendios de helados, eran notas estridentes que también desertaban de los altavoces de las tiendas departamentales. No sabía realmente qué era aquello y, sin embargo, recuerdo tararear cada melodía, que luego descubrí se llamaba Opera Sauvage.

    3. Declara Vangelis: “(…) La música es un lenguaje. Es una memoria del sistema cósmico, una memoria del pasado y del futuro. Sobre todo, es ciencia, no entretenimiento”. De esta frase retomo sus palabras respecto al pasado y futuro. Eso es todo lo que la música, su obra, significó para mí. Una revaloración de lo que no es y aun así te cala en los huesos.

    4. Durante mi infancia vi la adaptación de Ridley Scott de Blade Runner, reinterpretación de Do Androids Dream of Electric Sheep?, novela escrita por Philip K. Dick hacia 1968. Más de cuatro décadas más tarde me descubro revisando una y otra vez no sólo la película de Scott sino escuchando la banda sonora de Vangelis en sus diferentes ediciones, me apasiona. Esa banda sonora es la historia del siglo XX hecha sonido… y es profética porque hoy el destino de hace un siglo retorna y nos trastoca.

    5. ¿Qué escucho en esa banda sonora? Justo, el pasado y el futuro, momentos suspendidos de mi vida, de la vida de los otros que me han acompañado a lo largo de los años, pero sobre todo escucho las palabras de Vangelis intentando a través de la música hablar del caos, del amor, de la pasión, del tiempo y la existencia. Él nos habla de la posibilidad de la inmortalidad, pero sin la humanidad misma.

    6. Soy uno más de una vorágine que retoma el mismo tema y la misma referencia: Blade Runner. La banda sonora de esta película es por demás excelsa porque hace del tiempo un retrato presente en nuestra imaginación. Nos guste o no, todos somos un eco de nosotros mismos. Una reverberación sobre la existencia que lo mismo envejece que rejuvenece una vez que nos agitan desde el centro. El arte es en sí mismo el diapasón que nos descompone en memoria y arrepentimiento.

    7. No quise pecar, como sé que ocurrirá, de especialista en el músico griego… no hay que mentir. Lo que importa de él no es su herencia sino las pasiones que cimentó en nuestro corazón.

    8. En la película notamos la nostalgia de los personajes, entre ellos Deckard y el androide Roy Batty, no sólo por el mundo que fue sino por el mundo donde cohabitan. La desgracia es que uno de ellos sabe que morirá pronto. Es sencillo, las máquinas apenas vibran, pero éstas no tienen memoria. El humano se mantendrá con vida, pero siempre añorando el tiempo que no podrá apretar en sus manos.

    9. Conforme nos acercamos a la muerte, recorremos sonidos que nos recuerdan instantes preciosos de nuestra vida y que no existen más. Recuerdo las melodías que mi madre escuchaba y en ellas está plasmada su juventud, sonrisas y lágrimas. Cuando las palabras se marchan perduran las imágenes, pero esos fotogramas de nuestra existencia no tienen sentido sin la música, mejor dicho, sin los sonidos.

    10. El músico griego me ha llevado al borde de la nostalgia. Este homenaje brevísimo a su existencia no podría ser distinto. Lo recordaré como un hombre que hizo de la música su voz para la eternidad. Por siempre será joven, por siempre encontraremos que sus reverberaciones en la tierra se parecen a las que dejan escapar las esferas del espacio.

    11. La música de Vangelis, ahora lo sabemos gracias a la NASA y los sonidos que captura del universo, dialoga con las estrellas. ¿Cómo imaginar el sonido del espacio si jamás hemos estado afuera de nuestro mundo? No lo sé, quizá en la profundidad de nuestras células guardamos la memoria de estallido que nos dio la vida, si es que en verdad somos polvo de estrella.

    Texto publicado en Confabulario de El Universal

  • Neoverdad

    mayo 4th, 2022

    I. La verdad como técnica

    Después de 20 años entendí algunas lecciones que tenía pendientes de mis clases de Antropología filosófica. Hoy, las lecturas de aquella época cobran sentido, duelen de manera simbólica, me ponen alerta en este mundo que, según existe, y veo con tristeza cómo las utopías son distopías certeras. La mayoría de las lecturas hablaban acerca de cómo la “técnica”, al acorralar al ser humano [el autoflagelo], le quitaría no sólo la razón sino el placer, el amor, la identidad, el ritmo, el sentimiento, el “ethos”, el codiciado libre albedrío… todo sin pensarlo, todo sin límites. La técnica entregaría, entiendo, un bienestar fugaz material que ahora es intangible en la consumación de su conquista para el siglo XXI. Las lecturas ovillaban las ideas de Gianni Vattimo a Pierre Bourdieu, de Martin Heidegger a Michel Foucault, entre tantos que anunciaban desde la filosofía el Apocalipsis cum figuris tan desencarnado y cristalizado de esta época.

    Aunque la técnica industrial-maquinal-digital es la espina dorsal de occidente, me atrevo a decir que la “verdad”, alejada del carácter mecánico, es la “técnica” reconfigurada y destinada a definir la historia de la humanidad, por lo menos en los albores del siglo XXI. La “verdad” es la medición, construcción y producción en masa del momento; es una industria per se calibrada para satisfacernos, valga la obviedad.

    El desencuentro territorial-político entre Ucrania y Rusia [me resisto a llamarlo guerra] nos da pauta y fe acerca de cómo la “verdad” como técnica es una maquinaria orgánica, engrasada y sublimada, que produce sin descanso, a gran escala, una exacerbación de discursos que siembran incertidumbre y vértigo.

    II. Neoverdad

    (La “verdad” nos tiene como materia prima; siembra esperanza, nos lanza al caos. En lo personal, me divierten bastante los líderes de opinión, ver cómo se rasgan las vestiduras cual plañideras griegas de la antigüedad, todo por tener la razón aparente, su “verdad”). Me detengo en esto: lo que importa no es la verdad como la aprendimos desde la infancia, herencia de milenios, a partir de un hecho corroborable, lo que importa es que la “verdad”, sin ser real, unifique el sentimiento de la masa; que todos sean buenas personas, de gran calidad moral sin serlo: “condenar” es la consumación de lo políticamente correcto. Así pues, todos condenamos sin saber ni conocer el escenario real sobre el que se cimienta un conflicto. Lo único real de la problemática entre Rusia y Ucrania es la muerte, lo que no podemos saber con certeza es quién ha asesinado a quién. Recordemos que los mártires siempre son necesarios. Recordemos también que sólo un país se está armando hasta los dientes.

    No hablo de la “posverdad”. Estamos ante una “neoverdad” [desconozco si ya fue acuñado el término, me lo he apropiado]. La posverdad necesita de la masa para generarse y fortalecerse, de la validación general donde los datos reales no importan. La “neoverdad” es un acto de fe individual donde la fe misma es la batería que mueve el engranaje de nuestra necesidad por estar o no del lado correcto de la historia. La “neoverdad” es más un símil y revalidación de la religión, donde los datos no importan, la masa no importa y lo etéreo [digital o no], es dios. Como todos somos dioses en la maraña digital [y real], somos religiones privadas, debemos respetar la libertad del culto, así como sus radicalidades. La Real Academia Española define la “verdad” como: (la) “conformidad de lo que se dice o se piensa”; “juicio o proposición que no se puede negar racionalmente”. Por otra parte, la “técnica” es (la) “habilidad para ejecutar cualquier cosa, o para conseguir algo”. Ambas definiciones me conducen hacia la arbitrariedad. Así pues, la “neoverdad” es tan arbitraria como el humor por levantarse con el pie izquierdo.

    El destino contemporáneo es el caos. Vivimos en él, en el reordenamiento de la política económica-geográfica donde la humanidad misma es un problema y nuestra existencia, si no se concentra en la producción, es inocua. La otrora imposible ciencia ficción retoma una fuerza inimaginable porque sus profecías, por absurdas, son las soluciones modernas de los científicos. Desde el consumo impensable de carne humana, pasando por la castración absoluta de nuestra identidad, ideas por demás locuaces, han tomado una fuerza inimaginable. Tengo miedo del futuro que viene, de la enfermedad mental que nos azota tanto por lo clínico como por lo ideológico. En otro orden de ideas, los seres humanos somos los personajes de los hermanos Grimm, Hansel y Gretel, reacondicionados por el gobierno y la libre empresa para engordarnos mentalmente hasta el sacrificio.

    ¿Importa acaso que Elon Musk se apodere de Twitter? La opinión pública debate con sus neoverdades acerca del dolor de perder la libertad de expresión. ¿Acaso necesitas de una red social para lograr la libre expresión? Todas las opiniones, como verdades, expresadas por la gente respecto a este tema es basura que debatimos como dioses en el olimpo… y la verdad como técnica, en su acepción de producir, se unifica lejos de la realidad, de la tierra en las manos, toda producción en serie pierde originalidad y valor. Estamos en un momento donde practicar la epojé [el distanciamiento de todo] de Edmond Husserl nos vendría bien para pasar de la “neoverdad”, como técnica, hacia los hechos.

    La comunicación gubernamental y política adentra a la gente en un caos perfecto donde el dolor, el remedio para el dolor y el olvido del dolor, parten de una misma maquinaria que le da a la gente migajas de información para fortalecer su fe, necesaria en la política, para generar la defensa absoluta de aquella ideología que les haya brindado a todos la capacidad de elegir a un mesías que antes era análogo, pero ahora, desde el universo digital, es el dios con el que se puede dialogar… entre dioses.

    III. Caos

    A propósito del caos, pienso que en México el cambio de gobierno fue bueno. Sostengo que la aplicación de las estrategias para el desarrollo de dicha ideología es un fracaso, gracias a los protagonistas que comandan el país como se organiza una batalla campal, pero, ¿acaso importa? Lo que importa en nuestro país, como en el resto del mundo, es el caos, la esperanza que emana de éste. Aunque no soy partícipe de la verdad como “técnica”, sí aplaudo el caos propio de nuestras culturas latinas. Ahora lo entiendo:

    Latinoamérica, según aquellas clases de Antropología filosófica, era vista como una tierra exótica, salvaje e indómita para los europeos. Lo aplaudo porque en la medida que nuestro destino sea caótico y se aleje del claustro seriado obligado de occidente, continuaremos gozando de una libertad absoluta. Con el paso de los años, he tenido la oportunidad de estar en algunos países sudamericanos caóticos, consumando el ethos de nuestras raíces. Veo con curiosidad cómo la agenda 2030 tiene un plan específico cultural, tecnológico, ontológico, político y medio ambiental, más sus ramificaciones. Ésta intenta permear sin éxito aún en los modelos del pensar latinoamericanos, aunque presionando para que los jóvenes aplaudan, abracen y mastiquen el futuro sin identidad que les espera. Regreso a George Orwell. Los ministerios desean eliminar nuestro destino, el caos estorba. Siempre será mejor que todos piensen igual. La añoranza, empero, es: la consumación identitaria del futuro se dará, nos guste o no; debemos intentar retrasar la unificación estática de la humanidad. Por supuesto, comprar todas las verdades, como unos desfachatados, atenderlas sin consumarlas. La propuesta reciente del gobierno estadounidense de crear el “Disinformation Board”, para que sea el gobierno mismo quien valide qué es verdad y qué no lo es, es un paso amable y certero hacia el control total de la palabra y su verdad, un paso hacia la consumación técnica, todo bajo el manto de la seguridad nacional.

    En determinado momento, los personajes de Orwell afirman que 2 + 2 = 5. El Ministerio de la verdad [“Disinformation Board”] obliga al héroe Smith a reconocer que es una declaración verdadera. Así lo hace y se le perdona momentáneamente. Aquí, en nuestro mundo que comprende todos los mundos posibles es: nunca antes la humanidad había gozado de tanto bienestar. ¿Cuál humanidad? Todos somos humanos, pues, es la realidad, pero no todos somos la humanidad, esa es la verdad.

    Así como la “neoverdad” como la llamo, es la técnica contemporánea desde mi perspectiva, el caos es la esencia natural y obligada de nuestra realidad como país en “vías de desarrollo”. Más allá de la violencia que, por cierto, no existe en nuestro país, abrazo el caos que me brinda una libertad absoluta. Los esquemas, aunque necesarios en ocasiones, son nulos en México y el resto de Latinoamérica. Este ethos indómito es el que rechaza una agenda 2030, nuestra participación uniforme con el mundo europeo que no es todo el orbe.

    En la búsqueda de la libertad, me impacta cómo las nuevas generaciones, y mi generación, encuentran en la pérdida misma de la individualidad su liberación absoluta. Aman la verdad como técnica y aborrecen el caos. Aspiran a la supuesta rectitud europea de la cual, por cierto, miles de europeos huyen cada año, para reencontrarse libres en Latinoamérica. Las agendas políticas, por ejemplo, progresistas, que se intentan aplicar en México con calzador, no son propias de nuestra naturaleza como país. Las naciones como las nuestras donde el drenaje, el alumbrado público, el encarpetamiento asfáltico, la seguridad y la subsistencia son los temas cotidianos, difícilmente la sociedad podrá abrazar cualquier modelo pensado desde Europa.

    En el mundo de quienes subsisten y apenas comen, no existe la verdad como técnica… existe el caos como una realidad innegable. México, como país y concepto, subsiste. Aun así, hay quienes desean contar con la verdad como una técnica sin entender que somos caos, que somos libres. Es justo esa libertad la que está en juego…

    Columna publicada en El Universal

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