





El historiador, Yuval Noah Harari, también “reconocido” por algunos lectores como filósofo (bastante tendencioso, por cierto), autor de Homo Deus y Sapiens, comenta que en esta era de la “victimización” es factible tomar a Rusia como el ejemplo maniqueo por excelencia de un país que se siente con el derecho de invadir a otras regiones, toda vez que se victimiza por su supuesta fragilidad ante los “otros”, en este caso Ucrania, nación/estado zona más que estratégica para la OTAN. Un tema con demasiadas aristas. Escurridizo y hábil, el historiador pronto recompone su retórica y dicta que no se refiere a la “cultura rusa” como el brazo rector de la tiranía, sino a Vladimir Putin [pueden escuchar la charla en esta liga: https://bit.ly/3ZNWFXW%5D, villano cruel que debería ser desaparecido de la faz de la tierra. Dicho sea de paso, el próximo 23 de junio se cumple un siglo del fin de la Revolución Rusa, un simbolismo que debemos tomar en cuenta.
Los grandes apóstoles modernos declaran que si Rusia pierde esta guerra, el orden mundial seguirá inalterado; si Ucrania pierde, sentencian, el mundo se acabará. ¿Cuál mundo y para quiénes? [Si están al tanto del Foro Económico Mundial es más que obvio cómo todos, mandatarios y empresarios, desean la caída de Rusia porque no pueden acceder a ella]. El problema con esta retórica maniquea del historiador israelí, excelente para vender libros y conferencias para pseudoeruditos, radica en su instrumentalidad.
Me explico: si el problema de Noah Harari es que Rusia actúa desde una beligerancia que tiene como principio la “victimización” por el miedo a los otros [senda falacia], sean razones económicas o geopolíticas, religiosas o históricas, ¿en qué lugar quedan los países de occidente y oriente? Bajo esta premisa del historiador, sus ideas carecen de todo sustento riguroso. El ya histórico argumento de la victimización que deriva en “miedo” está latente, juzguen ustedes. ¿Acaso el diálogo (perdón por la inocencia) por encima de todo conflicto no sería la mejor salida? ¿Son necesarios más muertos en aras de la lucha por metros cuadrados y dominios globales? Yuval Noah Harari tiene buena retórica, sabe escaparse por las ramas del apocalipsis que vende muy bien, que se vale de sofismas y que embauca a sus lectores, se cura en salud y declara: “no odio a Rusia, leo a rusos”. No defiendo a Rusia de sus procederes, sólo que es impresionante el gran circo del que todos formamos parte; nuestra generación jamás superó la guerra fría en su configuración hollywoodense.
Después de conversar con un Premio Nobel, un par de diplomáticos y algunos armamentistas holandeses, pienso que el problema contra Rusia radica más en el odio producido por el miedo que esa cultura ha ejercido en la región a lo largo de la historia… pero eso también es no ver la viga en el ojo propio.
Por desgracia, el conflicto bélico entre Rusia y Ucrania, por demás extendido y que ha costado centenares de vidas, se ha convertido en todo un espectáculo de la victimización, pero no por parte de los rusos. No veo a Putin de la mano de las celebridades de Hollywood ni recibiendo premios Oscar, ni apareciendo en todos los medios occidentales. Mientras escribo esto, analizo un video de Volodímir Zelenski donde invita a Larry Fink, a todo su Black Rock, y otras compañías como J.P. Morgan a invertir en Ucrania y a sumarse para conseguir aún más armas para su lucha que se antoja, ya no larga, sino fría. Esa es una oferta de autonomía encorsetada, no de paz. El presidente Zelenski utiliza un argumento muy socorrido en la actualidad y parafraseo: “aquellos que no se sumen a esta lucha boicotean nuestra paz” … un discurso que nunca falla.
[Sé que es irrelevante, pero lamento decir que no siento ningún tipo de empatía por la figura de Zelenski al frente de Ucrania. Quizá sería más empático si su proceder hubiera sido diferente, pero me parece que perdió la oportunidad de ser un héroe para el siglo XXI. Me generan profunda tristeza los muertos rusos y ucranianos. De Putin no tengo nada que sumar, él tendrá su estrategia como siempre a lo largo de la historia y no mendiga empatías ni simpatías… hay que conocer la diferencia]. Pronto, la “victimización” se ha convertido en una herramienta facilitadora de la mediocridad. El concepto se ha transformado en una suerte de “ideología” encolerizada en la que se refugian un sinfín de individuos pertenecientes a otro tipo de “nación” imaginada, que deriva en un “estado” poderoso por su calidad anónima con miles de millones de rostros.
En el sentido del nacionalismo, Arthur Shopenhauer, escribió lo siguiente: “La forma más baja del orgullo es el orgullo nacional… cualquier tonto miserable, que no tiene en el mundo nada de lo que pueda enorgullecerse, se refugia en este último recurso, vanagloriarse de la nación a la que pertenece”. Pero alteremos el sentido de esta máxima del filósofo por el momento. Cuando hablo de la “victimización” como una nueva forma de nación/estado que deriva en nacionalismos, me refiero a que esa “ideología de la victimización” [radical] cada día que pasa engloba a más y más seres humanos que confunden derechos con excepciones. Son las excepciones las que le otorgan el grado de la “victimización” a un individuo. En el sentido más pedestre de las redes sociales, luego transferida a la realidad, lo que la masa exige es la excepción a su deseo. Yuval Noah Harari debería tener cuidado al abordar la victimización; apoya quizá de manera consciente la excepción de los otros por los derechos de unos cuantos. Un derecho hace patente una regla, una excepción quebranta la lógica de las formas… juzguen ustedes tanto a ucranianos como a rusos y saquen sus conclusiones. Una excepción por encima de otra sólo fomenta odio.
I. Para ser este el siglo de las libertades, según lo anuncian los medios, gobiernos y apologistas [disfrazados de activistas], es bastante curioso el temor que existe en el mundo al que estamos ceñidos, por lo menos en occidente. Vivimos en un estado de culpabilidad profundo y siniestro por ser parte de una cadena de eslabones ideológicos cincelados en nuestra mente sin nuestro consentimiento. Me sorprende cómo el cristianismo y sus fundamentos reorganizados se aferran y reconvierten sus salmos en diatribas ad hoc para el ideario contemporáneo. En una sociedad donde todos tenemos derechos, hay quienes reclaman más; no entiendo el porqué.
II. A lo largo de los siglos, la “culpa” cristiana fue una herramienta fundacional colonial del comportamiento humano, regla y medida, para unos cuantos. El infierno como fundamento del dolor metafísico se utilizó para potenciar la culpa y el temor en toda sociedad, lo mismo niños que jóvenes, mujeres y hombres. Si algo hizo bien la religión a lo largo de los siglos, más allá del cristianismo, es potenciar el temor como mareas que hicieron de todo espíritu salitre. No se trata de creer o no en Dios, pues esa idea seguirá siendo la mecánica del pensamiento humano con otros nombres mientras existamos como raza en este mundo y los que vengan, si es que alguna vez conquistamos la estancia del espacio.
III. El siglo XXI es el siglo de la fe; es el tiempo de la negación de las religiones por saberlas obsoletas, pero se mantienen vivas por su transformación a propósito de las necesidades de las espiritualidades modernas. Este es también el momento sustancial de la “obviedad” como sistema y doctrina que todo lo fundamenta, de la cual no hay escapatoria. El movimiento LGBT+ comienza a convertirse en una doctrina y dogma de unos sobre otros, donde comienza a reinar la pasión y el capricho por encima de las necesidades del “ser” que invitan al radicalismo.
IV. El estado natural de nuestra sociedad moderna es la “culpa”. Nos sentimos culpables por la violencia, el radicalismo, por el cambio climático, porque otros no se vacunen, porque otros más no utilizan los pronombres que queremos, por no saber definir qué es una mujer o un hombre, porque no entendemos cómo una mujer desea ser un hombre y viceversa, porque hay quienes quieren ser nombrados con el símbolo digital de una “muela” porque no se identifica como un ser humano, pero sí como una muela; porque no nos atrevemos a hablar del gran padecimiento mental de las sociedades contemporáneas. La lista sigue ad nauseam, posicionándonos en un estado de alerta absurdo y temeroso por no cometer errores que nos puedan encasillar en la intolerancia como muerte social: la resignificación del pecado/capital, ahora transmutado en intolerancia.
V. Los apóstoles globales, esos que predican desde el mundo digital hacia el de carne y hueso, son especialistas en generar doctrinas efímeras de gran impacto. La operación misma de hacernos sentir culpables por nuestro derecho natural a ser intolerantes es una labor titánica. Cada nueva tendencia que ocupa los espacios del debate público está creada para unificarnos, para eliminar la intolerancia pecaminosa hacia las tendencias normalizadas por la globalización. Así, mujeres y hombres que deambulan como “buenas personas”, diciendo qué debemos hacer y cómo, no se dan cuenta de que pertenecen a una secta donde sus ideales no importan y sus sentimientos son menos que nada.
VI. Las tendencias modernas no son sino variables de la religión como concepto, que tiene como fin (siempre lo ha tenido) el control de los miedos, pero, ahí donde Dios ya no tiene cabida, está la conciencia del que desea hacer el bien a partir de echarte en cara todo lo que, a sus ojos, haces mal como ser humano, es decir, no sentir culpa ni esa necesidad infantil de pedir perdón por existir. Hemos llegado al momento donde nos tememos a nosotros mismos.
VII. Necesitamos que nos cuiden para no decir nada que perturbe a los demás sin importar lo incómodo que puedo estar conmigo mismo. Entre más potenciemos el poder de la culpa, vía los señalamientos flamígeros de las religiones contemporáneas, estamos subyugados, y sin Dios, a obedecer los nuevos mandamientos derivados de las tendencias de ideas globales. Hay que continuar luchando por la clandestinidad de nuestros actos, llevar una vida abierta nos enfrenta al control… no caigamos en el juego de la equidad libertaria de la expresión. No todos deben abrir la boca, pero tampoco debemos decidir quién puede hacerlo, en mi caso, porque no quiero hacer sentir ni culpable ni temeroso a nadie, pero, así como no intento culpar a los otros de sus pensamientos, tampoco estoy de acuerdo en subyugar mi expresión por la fragilidad aparente del que desea conquistarme. Que todos sigan pecando.
La guerra que estamos presenciando es una guerra digital donde la pérdida de la vida humana no tiene mayor consecuencia. Sólo importa la cantidad de “likes” que tiene cualquier imagen trágica. Prestemos atención a esto: en la medida que leemos o vemos en redes sociales las atrocidades causadas por ambos ejércitos, presionamos el botón de “me gusta y compartir”, para potenciar y ampliar esa desgracia que “aborrecemos” y que, sin embargo, validamos impulsándola a través de los canales digitales. Odiamos la muerte, pero “nos gusta” y compartimos el espectáculo para que otros “sufran” como nosotros.
VIII. La gran “guerra influencer” impacta respecto a nuestra capacidad para volverla más inhumana. Es una guerra que no es de todo el mundo, sino de una región aislada que necesita estar presente para todos. Hay otras “guerras” en Oriente Medio, en Asia, entre palestinos y judíos, entre africanos, a las que no prestamos atención porque en esas regiones las marcas aún aguardan en camisetas, automóviles y futuros posibles.
IX. Las guerras no entienden de pausas y, si en verdad la guerra entre Ucrania y Rusia fuera de relevancia internacional, no se pausaría, no sería tan inocua como para que la desgracia de dos pueblos queda inerte frente a la noticia de un hombre que abofetea a otro en televisión. No es una guerra presente sino una tendencia, pues ocurre en el mundo digital, tan sólo es presente cuando hacemos scroll… Se dice de este encuentro bélico que puede terminar con el concepto de occidente como lo conocemos, con la forma de vida occidental… con la democracia. El temor está en: no continuar con la ficción de occidente.
X. Vivimos un momento interesante en el que los ídolos de carne y hueso realmente no existen. Se autonombra alguno que otro despistado, pero no logra llegar a la cima de la beatificación. Hasta la fecha, ningún líder social me inspira ni un ápice de confianza. Es terrible. Los políticos naufragan completamente amotinados por sus ideologías que, si bien no convencen a nadie, ahora empujan su idealismo a la fuerza sobre el manto acrítico de la gente. En la medida en que los gobiernos “democráticos” pierden credibilidad, buscan y generan agendas que prometen paz y más equidad. Dichas agendas son tan agresivas que generan la repulsión generalizada, excepto de aquellos que piden a gritos “derechos” para el absurdo mismo.
XI. El principio de la libertad radica en que todos podemos pensar lo que nos venga en gana, así pues, ¿por qué debo de estar de acuerdo con todos y todo, sólo por el temor a ser rechazado? ¿Por qué debo cambiar el nombre de las cosas para que otros no se ofendan? ¿Por qué debo acceder a que se modifique el planteamiento mismo de lo que es una familia? ¿Por qué un amante de los animales puede ofenderse al decirle que un perro no es un niño? Qué complicado es caer en obviedades que están al nivel del sentido común.
XII. Si has llegado a este punto, si has seguido cada una de las columnas que he escrito, sabrás que textualmente cada párrafo aquí propuesto ya fue publicado en otras columnas de mi autoría a lo largo del último año. Como autor, tengo el derecho a reutilizar mis materiales, aunque existen críticos puristas que rabiarían. Hoy que está de moda el plagio, puedo decir que hace algunos años plagiaron un par de obras que escribí; hasta el momento, no entiendo qué puede llevar a una persona a robar tus ideas, sólo sé que no existe honor ni moral en quien realiza tal acto. La ministra Yasmín Esquivel sienta un precedente bastante penoso en su actuar; debió pedir licencia a la SCJN mientras se aclaraban las dudas de su tesis, pero, al no hacerlo, incrementa paradójicamente su declive. No quisiera estar en los zapatos del rector de la UNAM, el doctor, Enrique Graue Wiechers, la presión por parte del ejecutivo debe ser inconmensurable… El prestigio de la universidad puede recomponerse, pero de haber un fallo en contra de la ministra, se acercan tiempos oscuros para la máxima casa de estudios universitarios del país, que perderá su autonomía sin dejar de ser autónoma.
Publicada en El Universal
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A lo largo de nuestra historia, por lo menos después de la revolución, ha sido común escuchar afirmaciones condescendientes como: “México es el país que se engrandece frente a las adversidades; México es el país que se une ante las desgracias; México siempre ha resistido calamidades gracias a su fortaleza espiritual; los mexicanos siempre sabemos salir adelante”, y podríamos seguir enumerando frases vacías que nos han nutrido de un nacionalismo vano. Estos rasgos culturales y tradicionales no deben celebrarse ni validarse; los países, todos, resisten a las calamidades porque la franca naturaleza del ser humano es buscar la supervivencia.
Durante los últimos cuatro años, hemos aprendido que las ideologías ancladas en el romanticismo conducen si no al fracaso, sí a la polarización. Más allá de las políticas actuales del gobierno [que enaltecen algunos proyectos y a otros los hacen padecer un caos indolente], la realidad que arrojan los datos del propio gobierno es que la pobreza no disminuye, sino que, faltando a todo tecnicismo, se pausa en el discurso. La violencia extrema es la imagen más fiel [y trillada] del país y la corrupción, probada [aceptada por el ejecutivo] y desmedida, ha debilitado a las instituciones hasta la agonía. Hoy, como nunca, vivimos un caos absoluto que ya deriva en estallido social “transfigurado”. El encapsulamiento por el crimen organizado de regiones como Tijuana y la antes intocable Ciudad de México, además de estados como Sonora, Sinaloa, Jalisco et al., son el claro anuncio del desplazamiento del orden y la paz social hacia el interior del Estado. La fragmentación es parte del estallido.
Así pues, es tiempo de olvidar los grandes discursos que pocos escuchan y aún menos comprenden. No podemos continuar promoviendo el mito de un México fuerte con un proyecto de gobierno absoluto. Debemos entender que esta nación está fragmentada por ideales incongruentes, necesidades desbordadas y una violencia que, junto con la pobreza, subyugan a las comunidades. Cada región, a lo largo y ancho de la república, cuenta con reglas propias y un entendimiento particular de la democracia que no puede manipularse por completo desde el centro del país. Si no comprendemos esto, cometemos un error estratégico que nos alejará de los cambios sociales y políticos que son el fundamento de la lucha como sociedad.
Cuando se trata de reconstruir y unificar, la indignación no basta. Hoy debemos generar consensos entre jóvenes estudiantes, mujeres y hombres, padres de familia, abuelos; apelar a la conciencia individual; dirigirnos a grupos específicos y por separado; dejar a un lado los intentos de convencer a una masa. Debemos reflexionar, ser determinantes, actuar y visualizar las propuestas reales e inmediatas que impacten en las comunidades, porque este tampoco es el momento de prometer a largo plazo; la gente ya no espera, necesita validar de manera constante su confianza.
Las elecciones del 2024 están a la vuelta de la esquina y podemos decir que la pregunta retórica para nuestros políticos es muy sencilla: ¿Qué sueños tienen para este país que desean gobernar? Ya no queremos escuchar de ninguna manera frases trilladas como: “Lograr un mejor país para todos”. A los mexicanos, en la calle, no les interesa el país entero, sino sus realidades inmediatas, a nadie le importan las banderas comunitarias generalizadas. El mensaje que podría permear en el discurso futuro de todo político que se jacte de ser disruptivo debería considerar propuestas desde una redefinición conceptual a partir de las “obviedades”:
¿Qué es México?
Es una región donde los anhelos de la gente que le da vida y rostro al país no son escuchados; una nación cuya historia, a lo largo de los últimos cien años, no ha experimentado un cambio crucial para bien, por el contrario, ha retrocedido en los mínimos avances ya logrados.
Pasan las décadas, sexenios van y vienen, y seguimos contemplando los problemas discursivos y reales de la desigualdad social, la pobreza del campo y la deficiencia en educación, mientras el resto del orbe vive una revolución tecnológica y una vorágine comercial.
Somos una cultura que importa conocimiento en lugar de exportarlo; que le teme al avance científico; que no repara en el valor del potencial de los ciudadanos; que hace del mínimo esfuerzo, su éxito.
Somos un país dividido que aún no es una patria, pues no hay consenso acerca de la ruta trazada que los mexicanos debemos seguir en conjunto y a nuestro favor.
¿Qué necesitamos?
Redefinir nuestra cultura; olvidar el sufrimiento, los estereotipos, la abnegación y el complejo de inferioridad que nos invade… y, curiosamente, son estos focos discursivos los que reinan en el discurso moderno desde el socorrido progresismo victimista.
Somos parte de este mundo y por tanto debemos reclamar nuestro lugar, hacer del triunfo parte de nuestra identidad; medirnos con los demás como nuestros pares y no con temor.
Es necesario dejar de romantizar el campo y el indigenismo; revalorar y posicionar la enseñanza de la ciencia y la tecnología; recordar que ya no somos aquella nación colonizada del pasado y que somos parte de un mundo moderno que, si bien honra su pasado, no se queda anclado en él.
Hace falta eliminar la senectud ideológica de la política, ser verdaderamente autocríticos sin condescendencias. Dejemos de validar la mediocridad.
¿Cómo hacerlo?
La marcha a favor del INE tuvo éxito respecto a otras marchas de la “oposición” porque la estrategia de correr la invitación de boca en boca fue medular. Se debe hacer “micropolítica” de urgencia. No se debe obligar a nadie a creer en los actores políticos de manera incuestionable, sino invitar a la gente a pensar en su presente, convencerlos de que podemos alcanzar el futuro que desean e ir de la mano buscando propuestas y soluciones.
No es tiempo de prometer grandes proyectos, sino de ofrecer un sólo proyecto de nación que nos invite a cuestionarnos. Si entendemos esa estrategia, sabremos nombrar sin equívoco las propuestas para cada región, para cada comunidad, sin dar vida a un sólo discurso sordo y sin sentido. No podemos hablar de “México”, sino de un país que juntos ayudaremos a nombrar y a definir.
Es hora de potenciar la participación ciudadana desde una microescala hasta llegar a una escala absoluta, creando mapas de transformación estratégica testimonial para los ciudadanos y sus comunidades, pues esto ayudaría a generar un cambio discursivo desde la raíz con acciones palpables y demostrables, que es lo que más se necesita en estos momentos. De esta manera, llegaremos a una resignificación de los conceptos políticos más comunes en la sociedad, sin repetir los conceptos del oficialismo.
Podemos hablar de “democracia” definiéndola como la “visualización” del país que deseamos tener. Podemos hablar de la “libertad” o de “ser libres”, pero definiendo esto como la “determinación” real de generar cambios. En la medida en que transformemos el significado de las palabras y los conceptos clásicos con objetivos claros, podremos jugar bajo los mismos términos clásicos, pero con objetivos mejor definidos.
Los ciudadanos deben visualizar su realidad inmediata y comprender cómo, a partir de la determinación de sus acciones e ideas, pueden generar un cambio paulatino, y hay que hacerlo a pie de calle.
Es momento de hacer micropolítica, de actuar en pos de la reconstrucción, de identificar a los grupos (médicos, profesionistas, adultos mayores, mujeres, académicos y estudiantes de posgrado), no prometer un cambio inmediato de la realidad del país, sino la posibilidad de reconstruir todo aquello que ha dejado de existir.
Hago hincapié en el casi solipsismo político, esto es: más allá de la notoria obviedad de las ideas, hay que eliminar todo idealismo cultural que provenga de las corrientes marxistas que derivan en metafísica sustentada en la adjetivación ad absurdum, por tanto irreal, por la generalización de las problemáticas que, como ya dije, no forman parte del ideario total del país. En la última entrega escribí, y parafraseo: si se aborda la pobreza como figura retórica, esta misma es ficticia, pues la pobreza no atiende a la generalidad. En este sentido, tema a tema, conflicto por conflicto debe atenderse sin flautas mágicas.
El Barón de Montesquieu, Charles-Louis de Secondat (1689 – 1755), escribió: “Para que no se pueda abusar del poder, es preciso que el poder detenga al poder”, la gente unida por sí misma no detiene el refortalecimiento de las figuras en el poder. Hay un matiz sutil. La fortaleza de todo movimiento no está en la unificación de un sólo deseo, sino en el egoismo de los deseos propios que se deben consensuar. Reafirma Montesquieu: “Los países no están cultivados en razón de su fertilidad, sino en razón de su libertad”. Reparemos en que toda unificación, sinónimo de fertilidad, anula las libertades. Pensemos en la política desde una vaguedad activa.
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