Más de seis décadas de trabajo escénico respaldan la obra del director inglés, ícono de una época de revoluciones escénicas que dieron rostro al teatro contemporáneo, y que hoy es reconocido con el Premio Princesa de Asturias de las Artes 2019.
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POR HUGO ALFREDO HINOJOSA
En la enseñanza de las artes no hay secretos. Es una máxima que ronda los pasillos, las tablas y las hojas en blanco que se rehúsan a contar historias sin la mano del escritor. La tarea de crear y esculpir una pieza artística a partir de la nada es compleja, sin fórmulas, que algunas generaciones decimonónicas de maestros y eruditos se atreven a negar vendiendo, cual sofistas, poéticas vacuas. Es común escuchar a diversos creadores escénicos modernos, dramaturgos-directores-actores, hablar de sistemas, arquitecturas e ingenierías creativas, “nuevos lenguajes”, de símbolos inocuos aunque “arriesgados en el discurso”, que al trasladarlos a la escena caen en la banalidad artística, incapaces de transformar sus discursos en acción concreta. Las artes escénicas están plagadas de falsos profetas que dan cátedras y enseñan la acrítica, propia de nuestra cultura, a las nuevas generaciones.
Entre los primeros libros que hay que leer para adentrarse en el mundo del teatro está El espacio vacío de Peter Brook (Londres, 1925), aunque ha sido malentendido en su lógica. Mencionarlo es un clisé imperdonable para un renegado vanguardista del siglo XXI; no obstante, la obviedad propicia el olvido de lecturas que, con el paso del tiempo, tendremos que retomar para fortalecer la formación teórica en el estudio de las artes escénicas e inclusive cinematográficas, pues los principios del drama son válidos para ambas arenas creativas. Los otros autores de cabecera [sumamente necesarios] son Aristóteles, Esquilo, Sófocles, Lope de Vega, Cervantes, Molière, Diderot, Shakespeare, Marlowe y Goethe, Dostoievski y Tolstói, aunque la lista es interminable. Las estructuras y lecciones de inventiva ya están en las obras de éstos, lo único que debemos hacer para interpretarlas es releer y pasar a la práctica más tarde.
Peter Brook, a la par del director polaco Jerzy Grotowski, merece un lugar privilegiado entre los pensadores de la escena contemporánea mundial de la segunda mitad del siglo XX, época convulsa entre movimientos sociales de derechos humanos, estudiantiles, la aletargada posguerra y las batallas de ese presente en Vietnam, además de la complejidad geopolítica europea y estadounidense. Brook fue un crítico férreo de los conflictos bélicos, de las masacres; basta con revisar su documental Benefit of the Doubt, de 1967; un activista que, desde las artes, escudriñó los discursos nacionalistas tanto de Inglaterra como de Estados Unidos, potencias hermanadas por la economía y la dialéctica de la conquista, ambas inventoras de batallas en el extranjero.
Olvidemos por ahora las puestas en escena representativas de Brook, pues sería falaz mencionarlas sin haber presenciado su trabajo escénico sino hasta 50 años después de su cumbre creativa. En su obra cinematográfica, libros y visión política podemos ahondar en el presente (y merece la pena intentarlo) para razonar la historia tradicional y posdramática del teatro que conocemos hoy día, ya exhausto y solipsista por el exceso discursivo.
El director inglés pertenece a una generación de creadores que propusieron rutas de conocimiento para representar, en el sentido aristotélico (y no), los arquetipos de la miseria humana volcados en la lengua de guerra. Esta miseria no era propia únicamente de la potencia norteamericana como perpetradora de masacres, sino también de todo occidente y sus ideologías edificadas sobre valles de caídos y la sangre de soldados desechados entre selvas, bosques y tundras, el desierto vendría más tarde a ser noticia. La guerra es un concepto innegable y materia prima para las artes de ese momento histórico, para esa generación idealista que murió pronto y nos heredó sus reductos dialécticos: así como nosotros legaremos a nuestros hijos la debacle climática y tecnológica, excelentes retóricas para el principio del siglo XXII.
Que se le conceda a Peter Brook el Premio Princesa de Asturias de las Artes 2019 no es una sorpresa, el reconocimiento llega tarde pues lo merece, sobre todo, por su rigor analítico-sensible, por sus reflexiones que han colmado miles de páginas de libros que analizan su obra, ya alejada de la envejecida teoría del drama moderno aún discutible, aunque formó parte del principio de esa ruptura estética e ideológica sin nombrarla que inaugurara Jean-François Lyotard desde la filosofía.
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