La sensación de vacío me ha llegado una tarde noche apenas especulando en nada y descubriendo que pronto el mundo envejecerá un poco más, años sin vuelta atrás, sin ataduras, sin extrañezas, sólo llantos ya sean de felicidad, coraje, soledad o lujuria, siempre así. Como siempre imagino las vidas solitarias y bien nacidas que arribarán algún día a esta tierra para continuar con el destino del mundo: asesinos, científicos, artistas, hombres, mujeres; algunos morirán apenas nacidos, otros esperarán a la muerte con desesperación tan sólo logrando el desdén de ésta, no volteará a verlos. Después de 500 años, si llega este mundo conocido a este tiempo, pues servirá tan sólo para darse cuenta de estupideces como que el globo y su gente sigue igual. Los reclamos serán los mismos, y los justos y mártires, estarán a la vuelta de la esquina.

Hay días en los cuales me detengo en la calle a ver a los demás. No hago nada, no juzgo, solamente veo. Imagino sus cunas, sus vidas tan distintas, y cuando cruzo la calle observo detenidamente a los pilotos de los carros, tan callados siempre pensando en avanzar. Otras veces, me detengo a escuchar a los viejos cansados que desean hablar, basta con decir buenas tardes para desatar torrentes de historias entretenidas donde siempre hay héroes, desgracias, romances y violencia exacerbada, eran otros tiempos donde todo era a puños o disparo limpio. Cuando tenía cinco años mi tata A. guardaba una colección de rifles de alto calibre en la casa de mi nana G., en ese tiempo podía tomarlos a toda hora y salir corriendo a la calle y simular que disparaba. Entre las historias contadas por él había una que siempre me dejaba pensando: contaba sin penas cuando alguna vez perdido en el monte escuchó a sus espaldas el cabalgar del diablo; otras veces apenas lloraba, cuando estaba borracho, y hablaba entre susurros cuando se enamoró la primera vez, me hablaba del color de los ojos de ella, del olor de su cabello, de todo. No comprendía nada pero sus historias siempre las llevo pegadas al pecho. A. era un alcohólico empedernido, se perdía durante semanas en las cantinas y cuando atinaba en salir de ellas mi nana lo desnudaba en el patio de la casa y con el chorro de agua de la manguera lo bañaba y despacio le quitaba el excremento pegado a su cuerpo por los días de inconsciencia, logrados gracias a los cientos de litros de alcohol bebidos. Él falleció en un hospital cualquiera luego de permanecer inconsciente durante horas en una avenida cercana a la casa de su ex mujer, inclusive fue ella quien lo reconoció y quien llamó a mi nana para que juntas lo llevaran al hospital. Fue así, es el destino. Lo enterraron en el panteón de los Olivos, ahí sigue, solamente lo visité una vez, al igual que la tumba de mi padre. Mi nana dijo que Dios le cortó las alas a mi tata.

El padre de uno de mis mejores amigos, que murió hace un par de años, hablaba seguido de la primera vez que vio un avión: “de pronto se escuchó el rugido en el cielo y de la nada aterrizó sobre los pastizales una avioneta de doble motor, con un hombre vestido en piel que apenas y pudo bajarse de la avioneta”. Nadie hubiera imaginado, dice el padre de mi amigo, que existieran pájaros así de grandes, lloraron muchos por miedo ese día, otros por la emoción. Ese mismo hombre envejecido, el padre de mi amigo, gustaba de escribir, se molestaba porque decía que los teclados de las máquinas no le funcionaban debido a sus grandes y curtidas manos por años de trabajos de todos tipos; ése mismo ser tan amable partió un día, lo recuerdo bien, no estuve a su lado por estar en otra parte del mundo, me hubiera gustado verlo, fue el único en confiar en mí, como persona, como hombre. Otra de sus historias es inolvidable: de pequeño escuchó la narración por el radio del bombardeo a Pearl Harbor en 1941, él imaginaba las grandes aves metálicas dejando caer bombas y quitando vidas; 50 años más tarde como regalo sus hijos lo mandaron a Hawai y, al llegar al Arizona Memorial en Honolulú, se desplomó y lloró por descubrir un lugar de la historia que vivió a larga distancia y sobre todo por saber que aquellas aves descubiertas sobre los pastizales de su pueblo pudieran destruir cualquier cosa a su paso.

Siempre he pensado que aquellos que nacen en el vientre de un avión son afortunados. Ésos que nacen tan cerca del cielo, pase lo que pase, siempre mantendrán un buen par de alas para sobrevolar cualquier miseria sin problema alguno. Ahora, cuando luego de años pude saltar de un avión sentí la más grande libertad de mi vida. Nada importaba, volaba en una avioneta y mundo abajo veía los trazos de la naturaleza. Cuando se llegó la hora me lancé al vacío y por primera vez pude sentir una paz tan grande que es imposible explicarla. Por eso la manía de seguir deseándolo, por siempre, volar y no estar en esta tierra. Comprende uno la naturaleza de los pájaros, siempre migrando, libres, sin problemas, allá arriba no hay límites, no hay nada, estás tú solo sin problemas. Desearías nunca llegar a tierra.

Es de una crueldad vivir sin alas, estar en esta tierra y conocer simplemente los relieves del horizonte, terrenal y pleonástico horizonte. Hay por lo menos tres cosas que deseo lograr antes de irme: 1) visitar el desierto donde se perdió mi padre por más de un mes, ver ese inmenso y vacío mar e imaginar dónde se derribó su avión; 2) salir de este mundo, verlo desde el espacio, al paso que vamos no será difícil, espero lograr tal fortuna como para hacerlo; 3) escalar el Everest y lanzarme en parapente desde esa altura. Sueños. Me da tristeza no tener alas. Creo que lo único a compartir con las aves es la soledad, éstas también se pierden y se dejan morir cuando no tienen más que conocer, la muerte como una trampa. Ahora bien: ¿de qué sirve tener alas y ser un bello pájaro en una jaula? No lo sé, echemos un vistazo a nuestro alrededor…

HH

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