Coherencia nacionalista

“Familia de saltimbanquis” de Pablo Picasso, obra realizada hacia 1905 en la etapa rosa del pintor en Francia, es una pieza de la plástica universal que hasta la fecha me parece desoladora y nostálgica, pues siempre espero, perdón por el romanticismo, que los trazos planos sobre el lienzo cobren vida. A diferencia de Edgar Degas Toulouse-Lautrec, Picasso no captura la ejecución del acto circense de los personajes como hicieron ellos, sino que repara en la reflexión plástica, en el estatismo puro de la escena. Por supuesto, lo que expreso parte de una proyección personal por el sentimiento que me produce. El tiempo no es lo único que perdura en esa estampa, sino la muerte hecha memoria.

La mirada de cada uno de los saltimbanquis que delinea Picasso me hace disfrutar del cuadro, me genera una catarsis inusual y es una obra que reviso constantemente desde hace más de tres décadas. Son personajes agotados y sin espectáculo que esperan la mano de la buena fortuna para que les descubra el mapa por explorar, el territorio a surcar una vez agotada la risa y el asombro del público que no aparece en la imagen porque los abandonó. No obstante, nosotros somos ese público perpetuo que disfruta del acto estático sin que los ejecutantes escuchen los aplausos estrellarse sobre el lienzo.

Lo que llama mi atención de la pieza de Picasso es la exploración identitaria. Ninguno de los seis personajes que componen la escena rechaza su destino, sino que buscan reclamar su espacio en el mundo a partir de su condición. Son ejecutantes que viven entre el peligro, la risa, el arrojo, el oprobio, las pasiones, la avaricia y la necesidad de sentirse aceptados, trama medular. Una sociedad en sí misma a la que le faltó un miembro más para representar los Pecados capitales. “El arte es la mentira que nos permite comprender la verdad”, decía el pintor malagueño. Así pues, la única verdad que rescato de este cuadro es el cuestionamiento de su pertenencia cultural en una sociedad que al parecer los ha relegado.

La mirada gacha de la niña que sostiene las flores avisa la fatiga y el destino al que debe marchar tomada de la mano del padre. Me pregunto si tendrían miedo a ser saltimbanquis o si Picasso reflexionó en torno a ello porque, eliminando la desgracia de encontrarse desempleados, digamos, esa libertad de tránsito por el mundo que tienen alejados y dentro de las entrañas de los pueblos, hace de esta familia un caso excepcional de unidad e identidad al no temer lo que son porque juegan a jugarse. Gustave Doré pintó “Los saltimbanquis” hacia finales del siglo XIX, obra que delinea la muerte ensangrentada de un niño pequeño. De esta escena interpretamos que la madre llora, el padre no tiene palabras y los animales rondan el sufrimiento. Queda claro que dicha profesión siempre fue un riesgo y lo sigue siendo; sin embargo, aun frente al dolor de la muerte entre la inmundicia, la unidad de sus orígenes otrora medievales persiste y seduce porque en su fragilidad está la esencia de su identidad.

Ingmar Bergman en el “Séptimo sello” supo plasmar la naturaleza y unidad de los saltimbanquis y la gente común en dos breves escenas. En la primera, el caballero medieval, el herrero y las cortesanas se confrontan con la muerte, aceptan su partida a regañadientes no sin antes clamar por la misericordia de Dios que se les niega. En la segunda, la pareja de saltimbanquis observa a la distancia cómo la muerte lleva entre jaloneos al primer grupo y dicen “allá va la muerte guiándolos hacia su destino hacia el lugar donde la lluvia limpia sus mejillas y quita la sal de sus llantos”.
Pero eran demasiadas personas con demasiados ideales e intereses, un pueblo sin unidad, en todo caso. Bergman supo leer a la perfección el carácter humano hecho metáfora en sus personajes: los primeros son el grueso de la masa fragmentada y sin identidad; los segundos son los pensantes que cuentan sólo con sus pares para no dejarse seducir por la estupidez.

¿Somos acaso la masa fragmentada o los saltimbanquis coherentes y orgullosos de nuestras raíces? Me inclino a decir que lo primero, aunque la gran mayoría de los connacionales jueguen a ser esos personajes circenses con una profunda identidad y unidad dramática. Sumemos a la ecuación el adjetivo “nacional”, por demás barato, que nos mantiene siempre en vilo y listos para refutar cualquier ofensa que se lance en contra de nuestro país y cultura, sin embargo, es una falacia. Somos una nación con una identidad frágil y fragmentada que no tolera crítica alguna y que ensalza un nacionalismo malentendido que se reduce a ondear una bandera, a rezarle a una virgen… a besar una camiseta. A luchar por un penacho.

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