Durante las últimas semanas hemos presenciado escenas políticas trepidantes e insoslayables que nos mantienen en vilo, tanto por las elecciones aún en pugna innecesaria en Estados Unidos entre Donald Trump y Joe Biden, como por el sinfín de problemáticas nacionales. Lo último suma al descontento social de un núcleo del pueblo que puede hacer oír su voz, y lamento la crítica, sin estructura intelectual sólo partidista, que intenta ser un contrapeso de cara al discurso oficial por su accionar caótico. La nula e innegable identidad política nacional, reflejada en gobernantes y opositores sin consensos reales para el país que pretenden gobernar, es una herida abierta que no cuenta con una cura que ayude a cicatrizar la lesión… al menos por ahora.
A la fecha he prestado atención a los diversos proyectos ciudadanos que se presentan como opciones en aras de la democracia y el bienestar del pueblo, que pretenden ayudar a los partidos políticos a identificar, seleccionar y promover a los mejores candidatos para las elecciones nacionales del próximo 2021, tarea casi imposible. Dudo bastante que los protagonistas añejos cedan sus cotos a las generaciones pujantes que desean participar del escenario político nacional con renovadas ideas para el siglo XXI, una labor necesaria para entender qué somos hoy como mexicanos, más allá de la construcción idílica y posrevolucionaria del siglo XX de ser un pueblo hospitalario, bueno, plural y patriótico. No creo que México pueda definirse en la actualidad con esas nociones maniqueas.
El escritor y pensador estadounidense, James Baldwin, declaraba desde su contexto que “el romance de la traición nunca se nos ocurrió por la brutal razón de que no se puede traicionar a un país que no se tiene”. Hoy que se habla de una traición certera del presidente en turno a México y a su gente, me pregunto ¿qué se está traicionando? Contamos con un territorio y somos parte de una masa nacional [que nos es ajena] de rostros infantiles, juveniles, adultos y seniles activos que generan discursos inconmensurables y caóticos a raudales. A partir de esto, infiero que somos un país, una región del orbe donde se concentran idealismos y actos de estupidez propios de los seres humanos-ciudadanos. Una nación común y corriente. Lo interesante de esto radica en que, al no compartir como “ciudadanos” los mismos intereses, vivimos una bendita polarización que potencia nuestra indolencia hacia el pueblo que habitamos. Es precisamente esta indolencia la que nos lleva a la pérdida de identidad nacional y política, a perder la voz y a quedar a merced de cualquier encantador de serpientes que tenga una ruta trazada para nosotros. El resurgir de la extrema derecha es un excelente ejemplo de la indolencia que no debemos minimizar.
¿Acaso en la actualidad se necesita un contrapeso ciudadano y político contra el poder en turno, o tan sólo debemos aprender a administrar el caos?
El pintor irlandés Francis Bacon fue una de las máximas figuras de las artes plásticas durante el siglo XX. Un maestro a la manera de Pablo Picasso, pero más violento en el trazo de las formas y en la mezcla del color. Bacon era un personaje querido por la extrañeza de su obra y rechazado por el conservadurismo político de Margaret Thatcher, por ejemplo, que lo despreciaba con su indiferencia. Tal vez, para ella, un homosexual no representaba al caballero inglés por excelencia.
Three Studies of George Dyer (1966), de Bacon, es la pieza que mejor explica nuestra situación en medio de pandemias, caos políticos, ultranza partidista y la apropiación de una agenda progresista, a la manera estadounidense, adoptada por nuestra “sociedad” de forma pedestre como otra vía para la censura. A partir de deformar el rostro del modelo sobre el lienzo, Bacon nos habla de la identidad como una forma de unidad del mundo. De George Dyer sabemos que fue el amante del pintor; ambos vivieron una relación tortuosa en los años sesenta del siglo pasado, época de la embriaguez de Vietnam que todo lo manchaba con su tinta trágica que aderezaba a la Guerra Fría en medio de la liberación sexual. Hemos de suponer que los amantes sufrían por la sujeción social de sus pasiones en un contexto conservador que condenaba la “indecorosa” relación entre el pintor y su modelo-amante en pleno auge de la revolución sexual.
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