Mientras que en México presenciamos un declive educativo, no sin precedentes pero sí anunciado [para qué engañarse], el resto del orbe se mantiene en vilo con pseudoproblemáticas a flor de piel. Europa y Estados Unidos intentan mantener vivo el discurso perezoso de la guerra de Ucrania, un concepto tan devaluado como el activismo de Greta Thunberg, y válido para quienes piensan que la Rusia de la Guerra Fría debe aniquilarse, pero no olvidemos que la paz, en este escenario, no es cosa de dos. En el contexto europeo, la migración y la religión son los puntos a tratar en este momento histórico. Es por demás curioso cómo las iglesias cristianas y católicas ceden paso a las mezquitas. Los ciudadanos del Reino Unido son remitidos a las comisarías si evangelizan con la palabra de cristo en la vía pública, al tiempo que sus templos son destruidos por musulmanes. Una libertad de credo muy extraña. La reconfiguración de occidente es un hecho.
Donald Trump es el personaje del año. Se mantiene vivo en las encuestas para contender por la presidencia de Estados Unidos mientras un reducto ciudadano y progresista se rasga las vestiduras. Sin importar los más de 80 cargos que enfrenta en Nueva York, Washington, Florida y Georgia, Trump bien puede dar la sorpresa si le permiten llegar a la nominación republicana. Si bien Trump es un súper profeta necesitado por la masa, como apunta Jorge Volpi en su última columna, yo sumaría a esta idea que el problema de Estados Unidos es la falta de Dios en sus filas (que no de religión). La potencia otrora ecuménica se ha derrumbado desde el interior y perdió el sentido de la unión por la familia, el trabajo, la patria y Dios.
Cuando se critica a Trump se dice que es un ser endiablado, falto de modales, de formas políticas y se le acusa de un carácter inapropiado para el escenario mundial. Me mantengo firme en la idea que expresé en “Pop Trump” [https://bitly.ws/SR5C]: el expresidente de Estados Unidos sabe jugar el juego de todos, entiende la política como un espectáculo y lo usa a su conveniencia. Hasta aquí he hablado de las obviedades más básicas del personaje que la gran mayoría de intelectuales y opinadores de profesión mencionan a raja tabla, sin mancharse las manos más allá de lo políticamente correcto.
Dios ya no forma parte del ideario sociopolítico de Estados Unidos y esa es la gran debilidad moderna de un país que se va consolidando en la pluralidad de las sectas ideológicas neohumanistas. Si Dios no forma parte del sistema de creencias y si no creó al hombre a su semejanza y luego a la mujer, pues estamos ante un escenario de bastardos que van recomponiendo la realidad a su gusto. Así, hoy tenemos a mujeres y hombres que se creen caballos, bebés y otras tantas identidades que trastocan la “normalidad” de la masa votante. No niego aquí el sentimiento intrínseco del ser humano de tener tal o cual preferencia sexual, sino que hago manifiesta una tendencia de trastornos que empiezan a formar parte de la cultura de occidente y de una gran parte de Europa; en Asia el tema se atiende desde otro enfoque.
Desde el periodo de Barack Obama, la figura de Dios, como parte del aparato estadounidense, se fue diluyendo. Trump intentó restaurar a Dios como parte del discurso y Joe Biden, al arribar al escenario político, potenció este neohumanismo donde todo está permitido, pero el constructo del estado cayó en deterioro. Dios, como el concepto del orden en Estados Unidos, es fundamental para una nación que fue fundada por evangélicos; es difícil no tener la fe al centro de los actos del poder. La negación de Dios gracias al progresismo está posicionando a Estados Unidos, no como una superpotencia, sino como un escenario de idiotas justificados por una cultura “libertaria” indefinida.
Trump, al pronunciarse en contra del progresismo como religión, recupera a una masa cristiana que deambulaba sin destino. Por su parte, tanto Joe Biden como su hijo forman parte de otro escándalo sexual y de tráfico de influencias más controlado, pues se mantienen en el poder. El discurso al centro de la contienda por la presidencia estadounidense no puede recaer en la fortaleza moral ni de Biden ni de Trump; la moralidad no puede estar al centro de la discusión. Quienes apoyan a Biden, y un gran porcentaje de los demócratas, aspiran a continuar favoreciendo una agenda que trastocará las bases de la sociedad. El progresismo es otra forma de gestionar, desde el interior de una sociedad, una guerra civil moderna en la que el gobierno puede lavarse las manos, mantener el control y trasladar la culpa a los otros. Es la gente la que se odia a sí misma y es intolerante, hay que tener cuidado con la locura licenciosa que pone en duda la cordura y el sentido común de unos pocos. Estas escenas ya las estamos presenciando a lo largo y ancho de Estados Unidos, Canadá, y México. Asoman las narices en una agenda que no es del presidente, pero permean ya en su administración.
Una sociedad en guerra necesita a un Dios al cual asirse en medio de las tragedias. Trump no es sino un personaje cuyo discurso en medio del caos aporta un poco de moderación. No está polarizando del todo, hay que tener cuidado con esa aseveración; está llevando la paz a donde entiende que no existe; no llega a ser profeta, pues no ha muerto; es Juan Bautista en búsqueda de personas a quienes bautizar fuera del orden caótico que reina en Estados Unidos. Es interesante cómo el marxismo está triunfando ya en el país del norte con ese discurso velado de libertades individuales.
Trump en su momento detuvo las guerras y cerró filas con los gobiernos indeseables; fue un hereje que hoy puede convertirse en un líder revolucionario… y una revolución siempre necesita de la fe y la fe es en Dios, ese concepto que encierra el orden, un renacer social. Estamos en un momento donde el hombre recupera el cetro del poder, el centro del universo. Los rednecks, latinos, los blue collars de Estados Unidos, todos están con Trump, por supuesto, encuentran en el trabajo la edificación, la deidad. El progresismo victimista necesita de la languidez del sistema. Trump debería ganar las elecciones. De ser así, estaríamos en verdad viendo de frente una guerra civil para el siglo XXI. Diría Montesquieu: “No hay peor tiranía que la que se ejerce a la sombra de las leyes y bajo el calor de la justicia”.
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I.
Sin ánimo profético observo cómo damos un giro extraordinario hacia principios del siglo XX. Llevamos dos décadas en ese periplo y todo se anuncia en un caos que se reconfigura entre obviedades por el poderío económico y la seguridad sociopolítica del supuesto bienestar que brinda. Rusia y China se tornan protagonistas contrapuestos a la ideología occidental de la falsa libertad y justicia, reglas de moralidad que anegan de amoralidad el escenario internacional. Lejos quedó la época de principios de los años 80, durante el mandato de Ronald Reagan y las revoluciones de Milton Friedman, donde las lecciones de comportamiento global, diseminadas en una generación de jóvenes apelaban al nacionalismo estadounidense, sin importar país de origen. ¿Qué decir ahora de la orfandad moral cuando el país que nos nutría de ética en el mundo, naufraga intentando recomponer los constructos de patria y honor [la familia, en un ocaso absoluto donde los hijos ladran y maúllan]? No obstante, el Imperio aún no se derrumba.
Este nuevo “soplo” de vida donde vivimos de facto en la geografía “espectacular” y urgida de guerras que no lo son y desencuentros económicos que anuncian una socorrida, por romántica y simbólica, Tercera Guerra Mundial, ha hecho de la obviedad fuente y sustancia cardinal de la cultura contemporánea. Ucrania, la nación víctima del siglo XXI, ahora olvidada, le cedió su lugar a Taiwán. Jugada magistral, por desconcertante, de la política mundial en contra de los apologistas de Ucrania, de pronto huérfanos. Qué golpe tan duro deber ser para el líder e ídolo Volodímir Zelenski [protagonista de la última portada de “Vogue”, aplaudida por el progresismo]. El protagonista ucraniano impulsa hoy, desesperado por occidente, modificaciones radicales de discurso de género e inclusión en la agenda de su país, en medio de una “guerra” cruenta, con el ánimo de pertenecer al club de Europa.
Son curiosas las estrategias del líder ucraniano (señalado por corrupción) para lograr la paz. Desde que su guerra inició, durante meses, lo único que solicitó como desesperado fueron más armas, pues era su táctica marcial. Por todo esto, es curioso también el reportaje ahora prohibido: “Arming Ukraine” de la cadena estadounidense CBS, que puso al descubierto el gran mercado negro ucraniano de tráfico de armas [donadas y vendidas por Estados Unidos et al.], que salen desde ese país hacia otras latitudes. Hoy, Volodímir Zelenski ronda en las salas de espera de las redes sociales que lo encumbraron, ocupadas por otras tendencias y construcciones de ídolos, donde también fincó su casa Greta Thunberg, la chica radical sin árboles. Zelenski y Thunberg fueron ídolos pixelados que significaron una y mil cosas para millones de espectadores: rostros a modo que hicieron sentir segura a la vorágine social.
Regresando a la obviedad: basta con leer a Yuval Noah Harari, Slavoj Žižek y Byung-Chul Han, para registrar cómo el pensamiento original ha cedido paso a la profecía inmediata, trampa fundamental del intelecto en su ejercicio crítico, enarbolando a la mercadotecnia que es pilar del pensamiento moderno, porque gracias a sus estrategias ontológicas persiste el espejismo de la crítica abierta. Pero es esta obviedad profética la que nos ofrece certeza si tiramos con la lógica de los relatos, sin cuestionar. Todos hablamos de obviedades, sin escapatoria. Esta es la época de la libertad absoluta encasillada en el control total, un holocausto simbólico y divertido al que entregamos nuestra vida. Nadie nos apunta con una pistola a la cabeza y aun así cedemos nuestra libertad e identidad, mientras echamos raíces en la época de la “Seguridad”.
II.
A mediados de la década de 1980, previo a la caída del muro de Berlín y al final de la Guerra Fría, el director ruso Elem Guérmanovich Klímov, heredó a la cinematografía mundial su obra “Ven y mira”. La historia es sencilla en su sinopsis: un joven bielorruso, apenas entrado en la adolescencia, se suma a un grupo militar de su pueblo en contra del ejército alemán. Mientras que eso ocurre, la guerra es monitoreada por uno o varios aeroplanos desde el cielo infinito. La vida inocente del bielorruso se complica al tener que cumplir con ciertos deberes que no corresponden con el ejercicio de su idealismo; por ejemplo, debe ceder sus botas en buen estado a un anciano que le entrega las propias rotas. Pero es la guerra y las injusticias entre pares son parte de la dinámica.
Uno de los momentos enigmáticos de la cinta conquista por la sencillez de las acciones de los personajes, las cuales derivan en la construcción del mal en contra de quienes debían mantener seguros. Los soldados toman el cráneo de un muerto, lo recubren con barro y lo reconstruyen hasta que convertirse en el rostro de Adolf Hitler. Finalizada la tarea, Hitler, como un espantapájaros, deambula con los soldados pueblo tras pueblo permitiendo que los bielorrusos conozcan el rostro del mal y se sometan a los soldados que prometen socorrerlos, darles seguridad. Un excelente cuento. El resto de la cinta es, sin duda, una obra maestra colmada de una violencia que jamás había visto en ninguna obra cinematográfica de guerra, la vida del joven bielorruso es trágica. La revisión de esta obra es relevante debido a que expone un universo alejado del holocausto judío que conocemos tan bien. No obstante, no debemos olvidar que la Segunda Guerra fue curso y desgracia de otros pueblos. La meditación que me interesa de la obra de Elem Guérmanovich Klímov radica en la construcción del mal. Desde la antigüedad, fuera en pinturas rupestres, en frescos, piedras talladas y pergaminos, la imagen de los enemigos del pueblo siempre ha estado presente. La necesidad de sentirnos seguros es intrínseca e innegable. Así, la tesis de la cinta de Klímov no es la guerra sino la búsqueda de la “seguridad” [del pueblo] que deriva en la paz. ¿Acaso no es eso lo que nuestro presente histórico requiere, una “seguridad” absoluta para lograr el bienestar mundial?
Según datos de BlackRock, entre otros grupos financieros, se prevé que el mercado mundial de la “seguridad” y “ciberseguridad” crecerá de 155.830 millones de dólares en 2022 a 376.320 millones de dólares en 2029, con una tasa de crecimiento anual del 13,4%. ¿Qué tiene que ver esto con la cultura, con la filosofía, con los idealismos libertarios? Absolutamente todo. Se necesita de manera urgente la construcción seriada de riesgos que nos acerquen al colapso, al temor de existir en carne y hueso, además de en el mundo digital. Dos formas de concebir el daño de la violencia, dos formas de jugar con la humanidad, dos formas absolutas de generar el caos desde la obviedad.
Navegamos, si excepción alguna, entre diferentes discursos que manejamos de manera pública e íntima. La intimidad pornográfica que otorgan las redes sociales es sustancial para generar temores traducidos en la necesidad absoluta de contar con un aparato de “seguridad” que nos permita gozar de nuestras libertades, derechos y excepciones, todo bajo el manto de un bien común totalitario. Nadie fuera de las ficciones digitales deberá contar con los derechos absolutos que le ceden la cámara negra. En este mundo de carne y hueso, digamos, una vez pasados por el tamiz del escenario digital donde la coherencia es excelsa y por supuesto rige con sus normas lógicas, la venta de la “seguridad” virtual como herramienta del futuro es urgente y altamente remunerada. Sin embargo, el mundo digital no reina sobre el campo, en las comunidades en pobreza extrema, sobre la gente de a pie que trabaja y necesita más sobrevivir que vivir.
En una de las acepciones de la RAE, la Seguridad “es lo dicho de un mecanismo, que asegura su mejor funcionamiento”. Por supuesto, respecto al mundo digital, nosotros formamos parte de ese mecanismo que nutre de temores a una misma máquina que nos brinda aparentes opciones de “seguridad”. Es ridículo escuchar a los usuarios de todo modelo digital que exclaman su sentir acerca de la gran inseguridad que viven porque su información es pública o porque sus publicaciones son atacadas. Todos sabemos qué debemos hacer, sin embargo, el totalitarismo que generan los modelos digitales es tal que la realidad se confunde y engendra autómatas temerosos, sin importar grados académicos, profesiones o creencias. La estupidez humana es una navaja que corta parejo. Los individuos que en el mundo digital reclaman derechos, seguridad y pluralidad, olvidan las tradiciones a las que se ciñe cada cultura en la geopolítica. Mientras que en las redes pelean, es muy probable que su pueblo apenas sobreviva a la hambruna, a la violencia.
Diversos países europeos, por ejemplo, han comenzado programas piloto de microchips implantados en las manos y brazos para sustituir las tarjetas de débito. Muy interesante. Me pregunto ¿cuál sería la lógica en un país como el nuestro en el que la violencia nos puede dejar sin miembros? El discurso de la “seguridad” fuera del escaparate virtual es un fracaso en Latinoamérica, pero ese caos análogo nos permite mantenernos lejos de la manipulación total de la “seguridad” como una herramienta de control absoluto, misma que no deseo.
En la medida en que la “seguridad”, como discurso digital, sólo se convierta en una herramienta que genere a propósito problemáticas insustanciales y, con esto, preocupaciones reales, la violencia verdadera, de carne y hueso, dejará de tener impacto sociopolítico. La señora que camina con su varilla en búsqueda de su hijo no es un dato digital relevante que genere una ganancia en términos económicos, porque esa realidad es negada de facto no solo por el mercado electrónico, sino por el aparato gubernamental.
Importa bastante la realidad digital que aborda BlackRock y otras financieras respecto a sentirnos seguros en el mundo. El control y la “seguridad” que importa no deja sangre sobre las calles, sino que debe generar miedos anodinos, para obligarnos a temer a todo lo que esté afuera y que me pueda dañar. Así pues, los ofendidos que abundan en el planeta son la materia prima de los mercados que venden “seguridad” a la medida. Aplaudo que Latinoamérica sea aún una región análoga donde los muertos tienen peso y la violencia está viva, genera memoria, dolor y solicitudes de acción y respuesta de todo gobierno.
Publicado en El Universal
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Paul Virilio, en sus escritos sobre la velocidad digital y su conjugación política, enunciaba una máxima sobre cómo las cosas al ser creadas llevan manifiesto un destino o “accidente”, como lo llama, que ejemplifica con una frase sencilla: “Al momento que se crea el barco, se crea también el naufragio”. Pero, ¿qué implicaciones tiene en la actualidad un axioma tan metafísico? Traslademos el ejemplo hacia nosotros, sin darnos importancia: “al momento que accedemos al mundo digital, nos devora, y cedemos orgullosos nuestra individualidad”. Aceptamos ser una voz más, una imagen del espectro omnipresente conformado por millones de voces, unas orgánicas, otras ficticias, donde el maniqueísmo es un destino puro e irrevocable, drama vivo, que necesita de “ídolos”, héroes trágicos suicidas, tal vez nosotros, para hacer girar las ruedas de la historia moderna.
Nunca antes vivimos un momento tan espectacular donde nuestro proceder, valores, sentimientos, ideologías, creencias, opiniones y pasiones tuvieran una fecha de expiración precoz, al contrastarse con el pulso de la masa que todo lo certifica en las plataformas sociales, escojan la que prefieran. Nuestra aportación al mundo digital no es sino un tropel de ocurrencias hechas con un conocimiento incuestionable, una “posverdad” (aunque no me agrada el término) que anclamos desde la realidad digital para hacerla funcional en el mundo real y viceversa. Es la reina que ha conquistado el tablero y todo lo controla.
Retomemos a Virilio. El filósofo nos habla de dos mundos que se armonizan de manera simétrica, el real y el digital, para crear un paraíso en la nube que sustituye a los primeros dos, del cual jamás querremos retornar porque alcanzamos la utopía, millones de utopías al instante, un orgasmo infinito, que se cumple desde los hogares en este tiempo, sobre todo si contamos con las herramientas necesarias para participar de la realidad virtual. Si rastreamos el origen del razonamiento del filósofo francés, este se ancla en el protagonismo que tuvo la ciencia, la tecnología y la televisión durante la posguerra, en ese momento idílico cuando la mercadotecnia y sus profetas sembraron sueños imposibles en la mente de los miles de consumidores que buscaban la felicidad.
Durante la década de 1970 y 1980, las grandes compañías tecnológicas y los medios de comunicación experimentaron con la inteligencia artificial a partir de las primeras expediciones en el mundo digital, heredero de miles de pruebas y fracasos desde finales de los años cincuenta. La pasión hacia esa tecnología causaba furor; no obstante, su aplicación o nicho de mercado abierto no estaba definido, por tanto, no tenían consumidores convencidos que pagaran los desarrollos.
En los años noventa se vivió el éxtasis de la tecnología con la apertura del internet, precedido por los ejercicios estadounidenses comerciales de realidad virtual encarnados por el personaje Max Headroom, quien formaba parte de una serie televisiva de ciencia ficción de 1985 y fue adoptado por Coca-Cola para sus campañas que posicionaban la marca hacia el futuro. Aunque el personaje no era del todo una creación digital, provocaba ansiedad en el espectador que deseaba transmutar a esa realidad utópica que tardaría años en consolidarse; sin embargo, los medios exploraban las posibilidades de la tecnología y su efecto en las personas.
La introducción de estas ideas utópicas en el imaginario colectivo de los televidentes cristalizaron los postulados de Virilio acerca de cómo la humanidad entraba en la carrera de “sustituir” la realidad para volvernos etéreos gracias a la tecnología. Una posibilidad, el sueño húmedo de los idealistas, que abría la puerta a la eliminación de las fronteras territoriales, generaría la igualdad entre pares y todos seríamos celebridades de ese espectáculo. Hoy sabemos que esa libertad absoluta es inexistente por lo menos en la primera esfera de las redes.
Desde nuestra perspectiva pacifista, la tecnología debe servir a un bien superior. En cierta media, el mundo digital sirve como un difusor de conocimiento, de interconectividad. No podríamos negarlo, pero cuanto más utilizamos el medio como herramienta sin estar del todo apasionados por vivir en el éter, mayor control cedemos sobre nuestro quehacer. El historial de nuestra existencia digital también es juzgado, la secrecía es un bien añorado. “Al momento que accedemos al mundo digital cedemos orgullosos nuestra individualidad”. ¿Acaso no extrañamos la clandestinidad en sí misma? ¿La intimidad alejada de la tecnología? Lamento el romanticismo, pero soy uno de esos que podrían regresar de inmediato a la clandestinidad y privacidad de la existencia.
La guerra digital que planteó Jean Baudrillard en 1990, cuando inició la operación “Tormenta en el desierto”, que confrontaba a Estados Unidos con Irak, fue inexistente, dijo el filósofo, debido a que fue una guerra simulada y creada para el espectáculo. No hubo sangre sobre el campo de batalla, por lo menos no de manera inmediata. Fue la primera que se combatió cinematográficamente con drones guiados por computadoras e inteligencia artificial.
Controladores, generales, periodistas, todos vivían en tiempo real una batalla televisada en directo y narrada por CNN con tufos de victoria. Fue una guerra bienvenida por el espectador que ansiaba formar parte de la acción, de ese mundo alterno que le presentaba la caja. Virilio rescata un detalle perfecto de esta guerra: no fue una guerra territorial sino virtual, que se dio en el tiempo global, que es de todos, por tanto, mundial. Fue, entonces, cuantificable en tiempo de retención, medida que hoy rige el éxito o el fracaso de cualquier empresa digital.
En este momento histórico, trágico y veloz, cualquier pelea política, social, barrial, hogareña es inocua a simple vista en el mundo real, pero tiene en el estadio digital su campo predilecto para hacer de la nimiedad un problema de Estado. Las dos arenas de la realidad, que simétricamente se conjugan, son pasiones que se nutren y equilibran regalándonos “ídolos” al por mayor, en esta sustitución de lo humano en el ciberespacio paradisiaco que vivimos con entereza y que nos brinda paz emocional
Para quienes crecimos con la imagen de Donald Trump como un magnate fracasado, celebridad sin arte y estrella de televisión, fue inaudito verlo tomar protesta como presidente de los Estados Unidos. Llevaba en el imaginario colectivo poco más de 40 años y apeló al patriotismo militar que reconocía por las campañas marciales: “Be All You Can Be in the Army”, “The Few, The Proud, The Marines”, “Aim High, Airforce” y “Live The Adventure, in The Navy”, de los años ochenta, además de jugar la carta del odio y la segregación.
Sin el paraíso digital, Trump no habría ganado la presidencia. No necesitaba a nadie en el mundo real, pero sí armó el escenario virtual perfecto alimentado por ideas radicales y falsedades que le generaron hordas de votantes, que confiaron, no el político, sino en el hombre americano de cepa, el perdedor vuelto ídolo incuestionable. Trump es un animal de su tiempo que reconoció en Internet a su único aliado.
Andrés Manuel López Obrador ya era un ídolo para la masa, sobre todo en el sur de México, en el norte no percibíamos su protagonismo. Simplemente transfirió a las “benditas redes sociales” su ideología para hablarle a otro público más educado, no así informado. El mundo real llevaba trabajándolo durante décadas y alguno de sus colaboradores supo que a ras de calle no tenía nada más que vender. El ídolo ganó la presidencia por el mismo motivo que Trump, pero en otro contexto. López Obrador era el reflejo del luchador social que necesitaba redimir al pueblo en pobreza por encima de la clase política que, dicho sea de paso, representaba. Al acceder a la realidad digital, su popularidad aumentó y se convirtió en hombre de su tiempo… en apariencia, porque su discurso es arcaico.
Al igual que Trump, López Obrador habla de sus propios datos y verdades. La realidad digital que logró construir, esa que habitan sus seguidores, es perfecta: existe el bienestar, no hay corrupción, la crítica es inaceptable y recibió, al igual que Trump, un país en caída libre. Gran falacia. Ambos utilizan el resentimiento para gobernar, y ambos abandonarán sus palacios aún con resentimiento, sin haber cumplido con sus promesas. Lograron una sustitución existencial perfecta donde la simetría entre el mundo digital y la realidad que respiramos se enlazó irreprochablemente para crear no solo un estado de bienestar momentáneo, sino que cristalizó el sentimiento de democracia de la sociedad.
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