Paul Virilio, en sus escritos sobre la velocidad digital y su conjugación política, enunciaba una máxima sobre cómo las cosas al ser creadas llevan manifiesto un destino o “accidente”, como lo llama, que ejemplifica con una frase sencilla: “Al momento que se crea el barco, se crea también el naufragio”. Pero, ¿qué implicaciones tiene en la actualidad un axioma tan metafísico? Traslademos el ejemplo hacia nosotros, sin darnos importancia: “al momento que accedemos al mundo digital, nos devora, y cedemos orgullosos nuestra individualidad”. Aceptamos ser una voz más, una imagen del espectro omnipresente conformado por millones de voces, unas orgánicas, otras ficticias, donde el maniqueísmo es un destino puro e irrevocable, drama vivo, que necesita de “ídolos”, héroes trágicos suicidas, tal vez nosotros, para hacer girar las ruedas de la historia moderna.
Nunca antes vivimos un momento tan espectacular donde nuestro proceder, valores, sentimientos, ideologías, creencias, opiniones y pasiones tuvieran una fecha de expiración precoz, al contrastarse con el pulso de la masa que todo lo certifica en las plataformas sociales, escojan la que prefieran. Nuestra aportación al mundo digital no es sino un tropel de ocurrencias hechas con un conocimiento incuestionable, una “posverdad” (aunque no me agrada el término) que anclamos desde la realidad digital para hacerla funcional en el mundo real y viceversa. Es la reina que ha conquistado el tablero y todo lo controla.
Retomemos a Virilio. El filósofo nos habla de dos mundos que se armonizan de manera simétrica, el real y el digital, para crear un paraíso en la nube que sustituye a los primeros dos, del cual jamás querremos retornar porque alcanzamos la utopía, millones de utopías al instante, un orgasmo infinito, que se cumple desde los hogares en este tiempo, sobre todo si contamos con las herramientas necesarias para participar de la realidad virtual. Si rastreamos el origen del razonamiento del filósofo francés, este se ancla en el protagonismo que tuvo la ciencia, la tecnología y la televisión durante la posguerra, en ese momento idílico cuando la mercadotecnia y sus profetas sembraron sueños imposibles en la mente de los miles de consumidores que buscaban la felicidad.
Durante la década de 1970 y 1980, las grandes compañías tecnológicas y los medios de comunicación experimentaron con la inteligencia artificial a partir de las primeras expediciones en el mundo digital, heredero de miles de pruebas y fracasos desde finales de los años cincuenta. La pasión hacia esa tecnología causaba furor; no obstante, su aplicación o nicho de mercado abierto no estaba definido, por tanto, no tenían consumidores convencidos que pagaran los desarrollos.
En los años noventa se vivió el éxtasis de la tecnología con la apertura del internet, precedido por los ejercicios estadounidenses comerciales de realidad virtual encarnados por el personaje Max Headroom, quien formaba parte de una serie televisiva de ciencia ficción de 1985 y fue adoptado por Coca-Cola para sus campañas que posicionaban la marca hacia el futuro. Aunque el personaje no era del todo una creación digital, provocaba ansiedad en el espectador que deseaba transmutar a esa realidad utópica que tardaría años en consolidarse; sin embargo, los medios exploraban las posibilidades de la tecnología y su efecto en las personas.
La introducción de estas ideas utópicas en el imaginario colectivo de los televidentes cristalizaron los postulados de Virilio acerca de cómo la humanidad entraba en la carrera de “sustituir” la realidad para volvernos etéreos gracias a la tecnología. Una posibilidad, el sueño húmedo de los idealistas, que abría la puerta a la eliminación de las fronteras territoriales, generaría la igualdad entre pares y todos seríamos celebridades de ese espectáculo. Hoy sabemos que esa libertad absoluta es inexistente por lo menos en la primera esfera de las redes.
Desde nuestra perspectiva pacifista, la tecnología debe servir a un bien superior. En cierta media, el mundo digital sirve como un difusor de conocimiento, de interconectividad. No podríamos negarlo, pero cuanto más utilizamos el medio como herramienta sin estar del todo apasionados por vivir en el éter, mayor control cedemos sobre nuestro quehacer. El historial de nuestra existencia digital también es juzgado, la secrecía es un bien añorado. “Al momento que accedemos al mundo digital cedemos orgullosos nuestra individualidad”. ¿Acaso no extrañamos la clandestinidad en sí misma? ¿La intimidad alejada de la tecnología? Lamento el romanticismo, pero soy uno de esos que podrían regresar de inmediato a la clandestinidad y privacidad de la existencia.
La guerra digital que planteó Jean Baudrillard en 1990, cuando inició la operación “Tormenta en el desierto”, que confrontaba a Estados Unidos con Irak, fue inexistente, dijo el filósofo, debido a que fue una guerra simulada y creada para el espectáculo. No hubo sangre sobre el campo de batalla, por lo menos no de manera inmediata. Fue la primera que se combatió cinematográficamente con drones guiados por computadoras e inteligencia artificial.
Controladores, generales, periodistas, todos vivían en tiempo real una batalla televisada en directo y narrada por CNN con tufos de victoria. Fue una guerra bienvenida por el espectador que ansiaba formar parte de la acción, de ese mundo alterno que le presentaba la caja. Virilio rescata un detalle perfecto de esta guerra: no fue una guerra territorial sino virtual, que se dio en el tiempo global, que es de todos, por tanto, mundial. Fue, entonces, cuantificable en tiempo de retención, medida que hoy rige el éxito o el fracaso de cualquier empresa digital.
En este momento histórico, trágico y veloz, cualquier pelea política, social, barrial, hogareña es inocua a simple vista en el mundo real, pero tiene en el estadio digital su campo predilecto para hacer de la nimiedad un problema de Estado. Las dos arenas de la realidad, que simétricamente se conjugan, son pasiones que se nutren y equilibran regalándonos “ídolos” al por mayor, en esta sustitución de lo humano en el ciberespacio paradisiaco que vivimos con entereza y que nos brinda paz emocional
Para quienes crecimos con la imagen de Donald Trump como un magnate fracasado, celebridad sin arte y estrella de televisión, fue inaudito verlo tomar protesta como presidente de los Estados Unidos. Llevaba en el imaginario colectivo poco más de 40 años y apeló al patriotismo militar que reconocía por las campañas marciales: “Be All You Can Be in the Army”, “The Few, The Proud, The Marines”, “Aim High, Airforce” y “Live The Adventure, in The Navy”, de los años ochenta, además de jugar la carta del odio y la segregación.
Sin el paraíso digital, Trump no habría ganado la presidencia. No necesitaba a nadie en el mundo real, pero sí armó el escenario virtual perfecto alimentado por ideas radicales y falsedades que le generaron hordas de votantes, que confiaron, no el político, sino en el hombre americano de cepa, el perdedor vuelto ídolo incuestionable. Trump es un animal de su tiempo que reconoció en Internet a su único aliado.
Andrés Manuel López Obrador ya era un ídolo para la masa, sobre todo en el sur de México, en el norte no percibíamos su protagonismo. Simplemente transfirió a las “benditas redes sociales” su ideología para hablarle a otro público más educado, no así informado. El mundo real llevaba trabajándolo durante décadas y alguno de sus colaboradores supo que a ras de calle no tenía nada más que vender. El ídolo ganó la presidencia por el mismo motivo que Trump, pero en otro contexto. López Obrador era el reflejo del luchador social que necesitaba redimir al pueblo en pobreza por encima de la clase política que, dicho sea de paso, representaba. Al acceder a la realidad digital, su popularidad aumentó y se convirtió en hombre de su tiempo… en apariencia, porque su discurso es arcaico.
Al igual que Trump, López Obrador habla de sus propios datos y verdades. La realidad digital que logró construir, esa que habitan sus seguidores, es perfecta: existe el bienestar, no hay corrupción, la crítica es inaceptable y recibió, al igual que Trump, un país en caída libre. Gran falacia. Ambos utilizan el resentimiento para gobernar, y ambos abandonarán sus palacios aún con resentimiento, sin haber cumplido con sus promesas. Lograron una sustitución existencial perfecta donde la simetría entre el mundo digital y la realidad que respiramos se enlazó irreprochablemente para crear no solo un estado de bienestar momentáneo, sino que cristalizó el sentimiento de democracia de la sociedad.
Leer la columna completa en El Universal