Veo a mi madre de aquel lado de la carretera. A sus pies unas flores adornan el lugar. Me sonríe y agita su mano despidiéndose. Se cubre con un abrigo oscuro y lleno de polvo por el paso de los coches. Alcanzo a leer en sus labios las palabras de despedida que deja escapar. No te vayas, musita. Los coches circulan a toda velocidad de ambos lados. Permanece quieta, quieta. A mi espalda la enorme muralla metálica se viste de un tono rojizo, más bien frío. Palpo las grietas del acero, trepo hasta llegar a la breve cima de la barrera.
Lo logro y espero.
El tráfico tiene un tinte infernal, ningún conductor disminuye su velocidad, pelean el tiempo como perros. Vaga en el ambiente el sonido de los cláxones que dejan los coches a su paso. Levanto mi mano, la agito, me despido, cruzo una pierna y quedo con el cuerpo a la mitad de la muralla. Volteo hacia mi madre, ella guarda sus manos en las bolsas del abrigo, la veo alejarse.
Luego de unos minutos llevo la mirada a ese horizonte lleno de valles y montañas. Doy el salto y estoy por completo del otro lado. Junto a mí no hay plantas, sólo arena rajada por las huellas que otros han dejado. Cerca hay una patrulla de migración que vigila el valle sin interés, los oficiales beben algo de sus vasos, no prestan atención a nada. Avanzo con cautela; corro, piso y subo entre pequeñas dunas que la corriente de un viejo río inexistente ha dejado. Llego hasta unos matorrales resecos que sirven de sombra para las bestias de ese pequeño desierto. Me detengo y bebo de una botella con agua que mi madre me dio. Pienso en la distancia recorrida, eterna y breve. Mis pasos no avanzan, me quedo a la intemperie, intentó explicarme el rumbo que llevo.
Se hace tarde, debo descansar. Pienso en dormir unos minutos por lo menos. Sobre mi cielo las estrellas pelean con ese rastro de sol enrarecido. No hay pájaros que canten, no hay grillos en este lugar. Las dunas ennegrecidas se llenan de hormigas que construyen de noche sus túneles. Me tumbo sobre unas ramas secas y descanso. Imagino que tal vez, las hormigas me lleven con ellas a su mundo subterráneo, lleno de salvia.
Despierto horas más tarde. Sigo en medio de la nada, no hay ningún horizonte en esa oscuridad. Me pongo en pie, sacudo la arena de mi cuerpo, bebo un poco de agua. Tallo mis ojos, siento que todavía no despierto del todo. La noche se aclara gracias a la tenue luz de las estrellas; a lo lejos, sobre las dunas, me parece ver el cuerpo de mi madre, de pie, agitando su mano una y otra vez. Bajo la mirada, una ilusión, me digo, vuelvo a fijar la vista sobre el horizonte y la veo agitando su mano. Volteo y otra vez mi madre, doy la vuelta y a lo lejos ella, tranquila agitando su mano. El horizonte apenas lleno de luz me coloca en medio de un desierto maternal. El valle se convierte en un desierto lleno de manos que se agitan despidiéndose o dándome la bienvenida.
Ella camina despacio hasta el filo de la banqueta, trae consigo las flores rojas de cada año. Las deja sobre la banqueta, observa el tráfico indiferente. Se escuchan los rechinidos de llantas que frenan, luego sonidos de cláxones. La mujer sonríe, levanta su mano derecha al cielo y la agita, saluda y se despide. Frente a ella no hay nada, sólo el tráfico apabullante. Guarda sus manos en su abrigo viejo, da media vuelta y se marcha despacio.
Levanto mi mano y la agito, no quiero desilusionarla. Cuando la marea se calme, seguiré mi camino.
HH