Cuando leí por primera vez “Fahrenheit 451” de Ray Bradbury cuestioné el valor no de los libros sino de la palabra escrita hecha literatura y memoria. Estaba en el proceso de generar mis primeras verdades acerca del funcionamiento del mundo y cómo se ejercía la manipulación sobre la masa. No era complejo hacer los paralelismos entre la dictadura marcial alemana y la quema de libros en la década de 1930, con las iniciativas de censura de las artes y la literatura del senador estadounidense Joseph McCarthy entre 1950 y 1956. Para el político, el conocimiento no validado por gobierno, era subversivo y no representaba los ideales del Estado. Situación curiosa que define nuestra realidad a la perfección.
En esa etapa de descubrimiento literario ninguna obra me inquietó tanto como “La tercera expedición”, un relato fantástico publicado en 1948 como “Mars is Heaven”, que forma parte de “Las crónicas marcianas”, publicación editada en 1950 y escrita también por Bradbury. Me cautivó el maquiavelismo de los marcianos que manipulaban el pensamiento y las ideas de los humanos que arribaron a Marte en búsqueda de una nueva frontera por conquistar. La trama es sencilla: los humanos aterrizan su cohete, bajan de la nave, descubren en la superficie un pueblo estadounidense típico de la época habitado por amigos, viejos amores, familiares y conocidos lo cual emociona a los viajeros interplanetarios que piensan haber descubierto el paraíso fuera de la tierra, olvidando a Dios. Pero una vez que los humanos bajan la guardia y duermen, después de disfrutar la mentira, por las palabras, que les fue proyectada para su divertimento, mueren asesinados a mano de los marcianos.
Declaraba Ray Bradbury que “Las crónicas marcianas” no era una obra de ciencia ficción sino de fantasía, una representación de lo irreal; por eso mismo permanecerían como un mito griego, por tanto trágico, en el tiempo. La ciencia ficción, por contraparte, es una representación de la realidad que nos alcanza sin darnos tregua. Es un género literario ideal para presentarnos de frente el historial de errores que cometemos sin eliminar la estupidez de nuestra espiral existencial.
Con la relectura interpreto “La tercera expedición” como un tratado breve de la ingenuidad y la mentira. La ingenuidad presume inocencia y es un detonante eventual que la memoria termina por dejar en el pasado. No obstante la mentira, como forma de la verdad, es una de las grandes herramientas conceptuales con las que cuenta el ser humano. Es perfecta en su ritmo, cual serpiente cristiana todo lo manipula, es un bien preciado al que ninguna sociedad o individuo renuncia porque le da sentido de pertenencia. Nos permite sustituir la realidad sin tecnología digital y brinda felicidad u oprobio a través del lenguaje y sus palabras, lo cual es profundamente espiritual.
Durante siglos el lenguaje y su letanía se ha estudiado con la seriedad propia del problema, para comprender que cada siglo renueva las teorías filosóficas y literarias en torno a las palabras, lo que nombran y sus límites. Desde la disciplina matemática que habla del lenguaje como una ecuación más de la lógica, hasta la postura metafísica que insinúa que todo lo que nombra una palabra existe, nos ayuda a comprender que por medio de las palabras estamos atrapados en una prisión que nos ciñe al contexto de la realidad. Por eso hay quienes guardan silencio, para eliminar el probable destino al que lo lleven sus vociferaciones. Aunque la pasión por pronunciar los vocablos es tal que termina por condenar al héroe… en términos clásicos es su error trágico.
¿Cómo podemos escapar a la trampa del lenguaje, a la mentira discrecional de la época y los actores que la proclaman para generar realidades extraordinarias pero falsas? La pregunta es pertinente porque la respuesta sugiere un continuo progreso idealista, como si de un juego de naipes se tratara, que baraja conceptos como: bienestar, justicia e igualdad, entre otros, que no logran consumar el deseo general de la sociedad que busca el bien común, pero que siempre están en un juego sinfín. Si los ideales se consumaran la mentira social no tendría razón para existir. El juego político radica perversamente en instaurar la ilusión del progreso duradero, aunque inmóvil, creando espejismos y empatías ciudadanas.
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