Escribir acerca de Louise Glück (Nueva York, Estados Unidos, 1943) es un reto. No tenía conocimiento, al igual que la gran mayoría de los lectores que conozco, del magnífico trabajo de la escritora que ahora descubro. Salvo contadas excepciones, acaso un par de poetas mexicanos, han leído la obra completa de la autora que arribó al escenario mundial de la literatura para reclamar un lugar en la tradición del Premio Nobel. Glück, después de Wislawa Szymborska, es la segunda poeta en más de dos décadas en obtener el reconocimiento de la Academia Sueca. Hecho histórico en esta edición del premio que apostó por validar, con justa razón, a las mujeres en el campo de las letras y las ciencias. Así pues, conocerla resulta imprescindible y obligado.
Glück pertenece a una generación de intelectuales que formaron parte del equipo docente del Goddard College de Vermont, ícono de las artes liberales desde su fundación a principios del siglo XX. Escuela de libertades absolutas donde la escritura a la fecha es el pilar de la academia. De ese semillero de librepensadores salieron escritores, músicos y artistas renombrados como David Mamet, William H. Macy, Walter Mosley y Archie Shepp, entre otros íconos de la cultura de fin de siglo de los Estados Unidos.
Después de leer la obra literaria de la poeta y sus declaraciones, aplaudo que no intenta descubrir el hilo negro de su quehacer ni en forma y fondo, lo cual se agradece. Ella apela a su herencia de lecturas de la infancia, a la revisión de las tradiciones de la literatura griega y sus tragedias, gracias a sus padres, que fuera de amabilidad mostraban mundos desechos a mano de las pasiones que reinan entre la naturaleza humana que son pilar de nuestra existencia. La poesía de Glück es también un acto de confesión y confrontación del alma a la manera de un sacramental. Expía los demonios familiares y personales (como todo escritor), confesiones ilimitadas de padecimientos psicológicos propios de Glück que llegan a las manos del lector a través de sus poemarios El iris salvaje, Ararat, Las siete edades, Averno, Praderas, diarios poéticos más que libros, que dan fe de las preocupaciones personales de la autora a lo largo de medio siglo.
Para leer a Louise Glück debemos estar dispuestos a recordar, a reconocer los problemas que nos han marcado; a ponerle nombre a los sentimientos que rasgan el papel sobre el que se publican sus versos medidos para darnos la misericordia.
La literatura policiaca española tiene en la pluma de Domingo Villar a uno de sus máximos exponentes, un autor de best sellers que dialoga a la perfección con la oscuridad de nuestro tiempo
POR HUGO ALFREDO HINOJOSA
Conocí la obra de Domingo Villar por la película La playa de los ahogados, entretenida por supuesto, aunque que hay rasgos notables de la novela que se pierden en la traducción a la imagen, como la tensión sin tregua para el lector. A pesar de ello, el ejercicio fue afortunado y mantuvo viva esa tradición latente desde los años 40 del siglo XX, de trasladar al cine tramas literarias oscuras de autores como Raymond Chandler y Jim Thompson, quienes descubrieron en la intriga y el suspenso la argucia existencialista e ideal para representar la condición humana sin la negación y resistencia del espectador-lector.
En la historia de la literatura policiaca existen, por lo menos, tres obras cardinales llevadas al cine que cautivaron a la generación de la posguerra, esa que marchaba hacia la búsqueda ontológica que daría sentido al nuevo orden mundial milico dirigido hacia la Guerra Fría. En principio, El halcón maltés de Dashiell Hammett, dirigida en 1941 por John Huston, es considerada el pilar del género noir a nivel mundial, y es el diorama habitado por el detective Sam Spade (Humphrey Bogart), metáfora de la justicia idílica y la esperanza del momento.
El tercer hombre escrita por Graham Greene (quien primero redactó una noveleta para poder estructurar el guion que precedió a la versión final de la novela), estelarizada por Orson Welles y filmada por Carol Reed en 1950, expone un mundo corrompido por la guerra, el cual elimina el romántico triunfalismo de los aliados ante la mirada de los espectadores ingleses y estadounidenses ajenos a los campos de batalla. Por último, Sombra del mal de Whit Masterson (pseudónimo de Robert Allison Wade y H. Bill Miller), llevada al cine por Charlton Heston y Orson Welles en 1958, narra el resurgimiento del crimen organizado en Estados Unidos y su relación con la justicia, que rompe con la ilusión conservadora del patriotismo. Estas novelas parten de la realidad decadente de su tiempo para trastocar las buenas conciencias con las infinitas posibilidades de la ficción contra el mundo feliz.
Sin revelar demasiado la trama de El último barco, de Domingo Villar, es posible decir que en ella se abordan los secretos profundos del ser humano; indaga en la clandestinidad de sus personajes para mostrar al lector que todos, de una u otra forma, guardamos pasiones que escandalizarían o devastarían a nuestros seres más allegados… y ese también es nuestro derecho. Villar retoma la figura de Leo Caldas, protagonista de Ojos de agua y La playa de los ahogados, un detective que ahora se ve involucrado en la búsqueda de Mónica, la hija de un médico de la región de Moaña en Pontevedra. Aunque no lo acepte del todo, las novelas del autor gallego, desatan con su narrativa escenas que es necesario apreciar más allá del papel, escenas que se traduzcan en imágenes en movimiento y capturen como el noir clásico la esencia de su época. Caldas es un personaje parecido en determinación mas no en acciones, a Anton Chigurh de la novela No Country for Old Men de Cormac McCarthy, un ser apacible en el exterior, pero con una personalidad interna revolucionaria que por el cumplimiento de su deber es capaz de navegar lo mismo mar adentro que surcar los bosques y desiertos.
Domingo Villar entreteje y desmenuza las posibilidades del drama paso a paso, es un escritor paciente que seduce al lector para llevarlo lentamente al laberinto de sus tragedias que nos agobian y obligan a estudiar con detenimiento.
Durante más de 50 años, el editor de Anagrama se ha dedicado a descubrir a escritores excepcionales de todas las latitudes que forman parte de la historia de la literatura internacional. Hoy y sin fecha de retiro Jorge Herralde nos habla del pasado y presente de la editorial independiente más representativa de España y América Latina.
POR HUGO ALFREDO HINOJOSA
Como lector apartado de la capital del país descubrí los libros amarillos de Anagrama en una librería, sin novedades a la mano, de Tijuana en los años 90. En principio me gustó la uniformidad de los tomos crema, esa oleada de títulos y autores desconocidos para mí como Hans Magnus Enzensberger y Thomas Bernhard, ediciones todas descontinuadas que aún seguían a la venta. Estos escritores fueron guías de lectura sin iguales que me ayudaron a descubrir literaturas alejadas del romanticismo de América Latina, lo único que se enseñaba en la Universidad. Más tarde llegaron a mis manos las obras de Gilles Deleuze y Felix Guattari, de W.G. Sebald y Giorgio Colli, en las tonalidades grises de la colección Argumentos, al tiempo que la filosofía se abría paso entre mis intereses alejados de la literatura.
Un libro, para quienes crecimos alejados del centro del país, por trillada que parezca la idea, suele ser un oasis que nutre de posibilidades infinitas a un lector primerizo que paso a paso crea y da forma a su propia tradición literaria e ideológica por encima del canon de su pueblo. Aquellas fueron las primeras lecturas en español, luego de leer durante años a otros tantos autores en inglés porque así era en la frontera. Y no parto del ninguneo de mis orígenes sino de una condición de vida que me acercó a Philip Roth antes que a Juan Rulfo. Anagrama, esa acorazada editorial catalana y su editor Jorge Herralde, durante más de cinco décadas se han encargado de conquistar las rutas imaginativas de un sinnúmero de lectores que hicieron de este sello su guía hacia el conocimiento literario, político y social contemporáneo, que necesita constantemente de una hermenéutica filtrada a través de la pluma de los pensadores más representativos de la historia en presente. Herralde, el hombre afable y negociador imbatible, lo ha conquistado todo, al parecer, con su editorial. Tan solo en los últimos años ha recibido galardones como el Mérito Editorial de la Feria del Libro de Guadalajara en México; el Premio Nazionale per la Traduzione del Ministero per i Beni Culturali, en Italia; y la distinción Oficial de Honor de la Excelentísima Orden del Imperio Británico, entre otros. Reconocimientos justos, aunque injustos a la mirada de otros tantos detractores, a la vida y obra del también escritor que encontró en la literatura una morada para huir un poco de la realidad, aunque la literatura jamás la franquea. Aquí retomamos un poco del pensamiento de Jorge Herralde quien en sus propias palabras expresa los inicios y el presente de Anagrama, empresa que le ha llevado la vida consolidar, y que hoy entra de lleno al mercado digital sin temores en esa barcaza construida en letras y memorias.
¿Qué habría hecho Jorge Herralde de no haber sido editor?
Lo formularía de otra manera. No estaba destinado a ser editor: familia en la industria metalúrgica, estudios de ingeniero industrial que terminé sin la menor vocación mientras era un lector voraz. Durante años tuve proyectos y fantasías editoriales hasta que por fin decidí empezar yo solo Anagrama, contra viento y marea, y desde entonces, por decirlo de una forma enfática (e incluso cursi), me sentí instalado en la felicidad, en la Tierra Prometida, etc. etc.
Tomando en cuenta sus estudios, ¿es la literatura y la edición otra forma de ingeniería más o menos exacta? De pronto pareciera que la escritura, ese pulir de la palabra, y la edición de un buen libro necesita de precisiones perfectas.
Acepto agradecido la hipótesis de la precisión perfecta para evitar pensar que todos aquellos años de estudio fueron una total pérdida de tiempo.
¿Cómo influyó la censura de Francisco Franco en el panorama editorial de la España de los años sesenta y mediados de los 70? ¿Cómo se vivió el fin de esta censura, por lo menos Anagrama?
La censura de Franco fue brutal, sin escapatoria, desde sus inicios hasta la llamada Ley Fraga de 1966. Antes, los libros conflictivos no tenían ni la oportunidad de ser secuestrados, se prohibían previamente.
El discurso de género es medular en nuestra sociedad contemporánea, para entender una nueva realidad humana e innegable, en un siglo que será necesariamente revolucionario
Con la reciente edición de Un apartamento en Urano, Paul B. Preciado retoma su universo conceptual y estético, para hacer una crítica a la modernidad y al mundo digital, así como a las tendencias sociales, políticas y religiosas llenas de atavíos ideológicos, vueltos fronteras que habitamos entre vaivenes de significados, como prisiones modernas llenas de falsos culpables. Con la aparición de sus libros Manifiesto contrasexual (Anagrama, 2002), Pornotopía. Arquitectura y sexualidad en Playboy durante la guerra fría (Anagrama, 2010), el filósofo español y voz indiscutible de las discusiones de género contemporáneas, cuestiona las lógicas binarias y patriarcales de occidente que han reinado a lo largo de nuestra historia milenaria y que hoy, en vísperas de una revolución de catástrofes ambientales y paraísos tecnológicos sin control, se rehúsan a modificarse.
En este libro el filósofo aborda los temas y las preocupaciones medulares de la sociedad contemporánea, a la que considera de mentalidad decimonónica por abominar el discurso de género y la modificación del cuerpo, ese anticuado receptáculo de la divinidad. Con cada uno de sus ensayos hace una crónica que captura su viaje íntimo durante la reasignación de sexo, un cambio de paradigma, de protocolo personal irrepetible que forma parte también de este paraíso salvaje que es el mundo. Esta conversación narra algunos de los temas fundamentales que ocupan el cuerpo teórico de Paul B. Preciado, que hizo de la ruptura de estándares clásicos del pensamiento una vía hacia un nuevo saber que debe discutirse.
Hace un par de años Margaret Atwood declaró que la maternidad no deseada e impuesta por la moral del estado y la sociedad, es una forma de esclavitud hacia las mujeres. ¿Qué beneficios obtiene el estado sobre el cuerpo de la mujer y el producto, los recién nacidos?
La reducción del cuerpo de lo que históricamente hemos llamado mujeres, al útero con su función reproductiva, es la base de la explotación económica y política patriarcal. Cuando hablamos de la historia del capitalismo siempre hablamos de la máquina de vapor o de la industria textil, pero la mujer como útero es la máquina viva central del capitalismo. Mis colegas Toni Negri, Maurizio Lazzarato o Moulier Boutang hablan ahora de capitalismo cognitivo y ponen en el centro del proceso productivo la función semiótica, la producción de conocimiento. Pero el centro oculto del produce productivo capitalista global es la reproducción sexual y por eso las mujeres son objeto de violencia, desposesión y expropiación. Hasta que no liberemos los medios de reproducción de la vida, no podremos cambiar el capitalismo. Quizás se necesite una huelga mundial de úteros gestantes, una huelga de trabajo gestacional. En algún momento tendremos que decir basta a la farsa heteropatriarcal.
¿Qué valor tiene el cuerpo y la inocencia de los niños para un estado tecnopatriarcal? ¿Y qué podemos esperar de esta generación de recién nacidos que en 20 años serán voces de peso social?
No me interesa el niño idealizado como inocente. Del mismo modo que no me interesa la mujer idealizada como dócil o la madre como nutriente o amante. El niño es interesante como lugar de lo infra-político, cuya agencia y libertad no son reconocidos. En nuestras sociedades el niño no existe como sujeto político. Existe únicamente como objeto de la represión, del control y de la normalización, como objeto del mercado, al mismo tiempo que es utilizado instrumentalmente por las campañas religiosas o de extrema derecha para potenciar políticas anti-aborto o de restricción de libertades sexuales. ¿Cómo es posible, por ejemplo, que nos conformemos con el voto a los 18 años en sociedades democráticas? ¿Si una adolescente de 16 años no tiene derecho a abortar, por qué carecería de derecho a votar? Me interesan los límites de la política tradicional: la rebelión de los niños y los viejos, de los adolescentes, de los tullidos y los tarados, de esos a los que la política tradicional ha retirado agencia.
¿Es un niño, adolescente o joven adulto queer un agente de violencia contra la fe religiosa sin importar la secta? ¿En este caso podría la iglesia transformarse para controlar inclusive esta naturaleza humana?
La iglesia no ha hecho otra cosa durante siglos que domesticar la agencia del cuerpo vivo, extraer potencia de vida de los cuerpos. Esta tarea comienza desde el momento del nacimiento, con la asignación de un sexo y de un nombre y no ceja hasta la muerte. La iglesia ha tenido una función estratégica en el patriarcado capitalista traduciendo la reducción del cuerpo femenino al útero y dando al cuerpo masculino legitimidad soberana. Silvia Federici ha analizado bien la importancia que tuvo para el despegue del capitalismo la erradicación de los saberes femeninos y paganos, así como de las prácticas africanas a través de la Inquisición. Esa tarea de expropiación y desautorización de cuerpos y saberes continúa hasta el día de hoy. Pero es una tarea que la iglesia o las iglesias no realizan solas. El Estado y las instituciones familiares y educativas persiguen el objetivo de transformar el deseo ingobernable de la infancia en un sujeto político dócil. Pero desde finales de la segunda guerra mundial estamos en una situación relativamente distinta. El mercado y los medios de comunicación se disputan ahora la tarea de domesticar y extraer capital vivo del cuerpo frente al estado y a los agentes disciplinadores tradicionales (Iglesia, estado e instituciones). El gran reto político de nuestro tiempo es inventar un organismo colectivo anarco-libertario, una gran alianza de cuerpo vivos más allá de las identidades impuestas por el capitalismo heteropatriarcal y colonial, que haga frente tanto al mercado como al estado, porque de otro modo nos encontramos como cuerpos individuales frente a las fuerzas predadoras de esas dos potencias de extracción de vida
Me gradué como francotirador y después como un muerto viviente: me dieron un tiro, justo a la altura de la frente. Qué irónico destino, pareciera que mi abuelo regresó para recordarme que también soy carne de su carne. Quedé tendido, según recuerdo, un atardecer, una mañana, un día, hasta que me rescataron. Cuando abrí lo ojos pedí a mi nana; después contuve el llanto al sentir ese dolor inexplicable, raso y castrante de las heridas, que te invade antes de soltar las lágrimas en esos campos de olvido, en medio de la batalla.