El grito de Independencia, esta tradición de celebrar la autonomía del pueblo que inició hace más de 200 años, incluye una conmemoración tácita por la libertad de expresión que también fue parte de esa lucha histórica, aunque tal vez no recapacitamos en ello. En lo personal, no me embriaga la pasión celebratoria por la fiesta patria, no por un sentimiento de malinchismo, sino porque pienso que hay formas más sofisticadas de rendir honor al Estado del que formamos parte que signifiquen más que los gritos, llantos y oropeles tricolor, basura inmediata pasado el grito a la medianoche.
Es complicado, desde el idealismo de Nación en que vivimos, celebrar y portar una máscara de armonía frente al caos que enfrentamos como país, sobre todo cuando el uso del “poder” del Estado dejó de ser “suave” para convertirse pronto en una maquinaria de dominación despótica que atenta contra aquello que se opone a sus intereses. En últimas fechas vimos, pues es imposible no hacerlo, al presidente Andrés Manuel López Obrador, atacar de manera frontal al periódico El Universal y Reforma, a las revistas literarias y de crítica cultural como Letras Libres (Enrique Krauze) y Nexos (Héctor Aguilar Camín y Rafael Pérez Gay), al periodista Carlos Loret de Mola y a Víctor Trujillo, bajo su personaje Brozo. Son medios y personajes periodísticos nacionales que hacen una dura crítica a los proyectos del gobierno cuestionables por la mala estrategia de ejecución y viabilidad. Los medios sediciosos que envenenan al pueblo bueno.
El proceder imperioso de López Obrador desde la tribuna de gobierno contra los medios de comunicación es un ataque directo al libre pensamiento, que tiene en la crítica plural su única herramienta para propiciar el diálogo-debate entre el pueblo y los gobernantes, un acto que no debe entorpecerse. Si bien no es un misterio que las estrategias primarias de la política se basan en el ataque directo al adversario-enemigo, es innegable que las “formas” en el despliegue de la fuerza del Estado son ineludibles para evitar el choque desigual y condenatorio aunque existan declaraciones de guerra entre ambos.
Después de casi dos años de conferencias presidenciales a horas canónicas podemos definir el concepto de “la libertad de expresión” de López Obrador bajo la tesis certera de Salman Rushdie: “¿Qué es la libertad de expresión? Si no tenemos libertad para ofender, [la libertad de expresión] deja de existir?”. Hoy, por desgracia, no hay en México un gremio, sociedad civil, fideicomiso, líder de opinión, grupo empresarial, gobernante estatal, núcleos científicos, agrupaciones deportivas y culturales que, al no compartir el punto de vista del presidente, no sea vilipendiado. ¿Acaso los aludidos o agredidos sentirán que deben celebrar el grito de Independencia del Ciudadano que gobierna a los mexicanos, que ataca a los mexicanos, que deja morir a los mexicanos por la pandemia y su estrategia de inmunidad de rebaño obligada? Manchar reputaciones es el pilar sobre el que se sustenta la libertad de expresión del presidente, quien, bajo su lógica no perfectible, tiene el derecho de hacer o decir cualquier cosa sin asumir la responsabilidad básica que conlleva abrir la boca.
En la actualidad vivimos bajo el yugo de una segregación ideológica interesante y poco sutil, espejo de otra realidad que reconocemos en Estados Unidos, por ejemplo, y sería en lo único que podemos equipararnos con el primer mundo. Tanto López Obrador como Donald Trump son individuos unidimensionales. Herbert Marcuse se deleitaría al estudiarlos, enemigos de la libertad de expresión, pues se sienten desnudos al encarar hechos que no controlan; que se caracterizan por vivir un constante delirio de persecución donde el pueblo es el opositor a vencer, ese antagonista que se opone a sus objetivos políticos. Ambos sujetos, cual prestidigitadores, hacen del pueblo que habita la realidad virtual a través de las redes sociales, termómetros y voces latentes que alimentan sus paranoias. Para ellos, ajenos a la certidumbre de los hechos, solo existe lo que está dentro de sus parámetros de creencias sin ser capaces de tolerar un pensamiento crítico real y contrario a sus deseos; y, por división de ideales, desde la rabia del poder segregan al pueblo convertido en enemigo de sí mismo y obligado a pensar de forma mecánica y repetitiva como bots orgánicos y asumidos en su rol de choque sin ideas ni argumentos originales.
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