Todos, nos guste o no, hemos estado al borde de la muerte de distintas maneras. A veces como algo idiota nos aferramos a morir de miles de formas, sencillas, estúpidas, otras bárbaras y curiosas. Hago el recuento para iniciar el año y, por lo menos, la más divertida forma de morir, claro luego de haber pasado por 10 segundos miserables: de gritos y, sobre todo, de ver truncada mi carrera como superhéroe; me explico:
Hace algunos meses tuve que hacer un viaje al lado de Carlos, un excelente fotógrafo, que siempre recuerdo con gran cariño. Durante esos días arreciaba la lluvia de la zona y la carretera estaba sumida en la neblina sin dar cabida ni siquiera a lograr ver el paso del contraflujo del tráfico. Por fin, y luego de tres horas, llegamos a la cascada que, como todas quizá, era hermosa, lo era. Bajamos del carro, pagamos la entrada a la zona sin más; lo primero que nos advierten es que no podemos cruzar los límites establecidos por el mismo hotel a la hora de arribar hasta la caída del agua. Como buenos hombres aventureros respondemos que no hay problema y cámara en mano partimos. Caminata de 10 minutos, fango, mosquitos, riachuelos. Lejos el ruido de la caída del agua, 25 metros por lo menos, abajo enormes rocas y la corriente del agua que golpeaba tan fuerte que la brisa provocada por la caída se elevaba por doquier.
Al pie del vacío estaba una cabaña inolvidable, francamente sería bueno estar a esta hora de la noche ahí, bebiendo entre el frío y la música del agua. En fin. Estábamos ahí, problemas: el ángulo para lograr la mejor fotografía no era óptimo; la zona estaba bloqueada por alambres de púas y viejos arbustos ahora podridos por los temporales; había que lograr la mejor foto. Pues bien: “no pasa nada si nos cruzamos”, “claro que no pasa nada”. “Aviéntame la maleta ya cuando me pase del otro lado”, dijo Carlos, yo como un buen amigo y envalentonado hombre contesté con un rotundo “claro que sí”. Problemas: pantalones rasgados por las agujas de los alambres, rasgaduras en la piel, claro que todo esto para la mente de un vikingo de ocasión no es nada. Minutos más tarde ya estábamos del otro lado. Lejos la cascada. Bajo nuestras pisadas se acomodaban las corrientes ligeras de otros riachuelos. Las fotografías de maravilla, pero, siempre debe existir un “pero”, insatisfechos ambos buscamos aún mejores ángulos que denotarían la maestría de nuestro trabajo de campo. Como un buen oso me vi saltando de pronto entre los riachuelos hasta cruzar del otro lado de la corriente que desembocaba casi 30 metros abajo. Mientras esto ocurría y golpeaba mi pecho como un simio, Carlos se detenía del otro lado y tomaba algunas imágenes del lugar. Cuando por fin el decide cruzarse ocurren varias cosas en cinco, siete o 10 segundos…
Primero: Carlos intenta cruzar y resbala. Da un tremendo grito.
Segundo: HH reacciona al grito del primero y como un buen héroe de acción voltea y grita: “espera”, imagino la escena es cámara lenta mientras el “espera” se escucha lentísimo y distorsionado. HH brinca y apenas alcanza a pisar el otro lado de la orilla cuando… se cae… y ahora el grito y el problema cambian de foco al momento del resbalón de HH… “Carlos, me voy”, entiéndase: me lleva la corriente. Ahora que lo pienso, debo haber gritado como nena… yo el salvador ahora el pobre citadino a punto de caer… qué risa. (Perdón por romper la tercera persona).
Tercero: Carlos reacciona y dice: “espera…”, acto seguido resbala. Ahora sí ambos héroes y víctimas al mismo tiempo derrotados por la naturaleza.
Cuarto: HH logra por fin meter la mano en un agujero enlamado y se detiene luego de que la corriente logró arrastrarlo. Salta del agua y queda por fin a salvo del otro lado del riachuelo. Por su parte Carlos está como poseído por el asombro mientras descansa sobre una roca… Después como si estuvieran en medio de un abismo se gritan el uno al otro: “Estás bien”. (a decir verdad creo que en lo único que pensábamos era en que el equipo no fuera a dañarse).
Quinto: Los dos corpulentos citadinos después se ríen… el ridículo fue excelente y luego vinieron las fotografías del recuerdo que muestran los pantalones enlamados y a ambos mojados por completo. HH estuvo a medio metro de caer al vacío… moraleja. Todas estas cosas cuando se cuentan son increíbles, nadie las cree… al llegar a la ciudad lo conté de inmediato y la única reacción de la persona a quien lo dije fue un: “Ajá…, pues para la otra cuídate”, nadie comprende las tragedias del otro. De Carlos y HH no queda mucho por decir, de aquí a que la muerte de verdad llegué siempre tendrán este momento para contarlo, para revivirlo con hijos y nietos. Y cuando en algún momento vuelvan a encontrarse se burlarán de ellos mismos sin más, como los mejores amigos…
No tengo fotos ahora de ese momento, pero claro que existen… se los aseguro.
La historia de la gruta es más sencilla, no vale tanto la pena, sólo puedo decir que todo estaba bien hasta que el guía nos dijo que la zona estaba llena de serpientes… gritos… qué vergüenza… Espero y Carlos disculpe este balconeo, pero, bueno, ambos quedamos parados sobre la misma roca… además el café aguado de 5 pesos no me supo tan mal después del susto…
Consejo: los cercos con alambre de púas se ponen por algo… si te los brincas, siempre ten presente el tono de tu voz…
La sensación de vacío me ha llegado una tarde noche apenas especulando en nada y descubriendo que pronto el mundo envejecerá un poco más, años sin vuelta atrás, sin ataduras, sin extrañezas, sólo llantos ya sean de felicidad, coraje, soledad o lujuria, siempre así. Como siempre imagino las vidas solitarias y bien nacidas que arribarán algún día a esta tierra para continuar con el destino del mundo: asesinos, científicos, artistas, hombres, mujeres; algunos morirán apenas nacidos, otros esperarán a la muerte con desesperación tan sólo logrando el desdén de ésta, no volteará a verlos. Después de 500 años, si llega este mundo conocido a este tiempo, pues servirá tan sólo para darse cuenta de estupideces como que el globo y su gente sigue igual. Los reclamos serán los mismos, y los justos y mártires, estarán a la vuelta de la esquina.
Hay días en los cuales me detengo en la calle a ver a los demás. No hago nada, no juzgo, solamente veo. Imagino sus cunas, sus vidas tan distintas, y cuando cruzo la calle observo detenidamente a los pilotos de los carros, tan callados siempre pensando en avanzar. Otras veces, me detengo a escuchar a los viejos cansados que desean hablar, basta con decir buenas tardes para desatar torrentes de historias entretenidas donde siempre hay héroes, desgracias, romances y violencia exacerbada, eran otros tiempos donde todo era a puños o disparo limpio. Cuando tenía cinco años mi tata A. guardaba una colección de rifles de alto calibre en la casa de mi nana G., en ese tiempo podía tomarlos a toda hora y salir corriendo a la calle y simular que disparaba. Entre las historias contadas por él había una que siempre me dejaba pensando: contaba sin penas cuando alguna vez perdido en el monte escuchó a sus espaldas el cabalgar del diablo; otras veces apenas lloraba, cuando estaba borracho, y hablaba entre susurros cuando se enamoró la primera vez, me hablaba del color de los ojos de ella, del olor de su cabello, de todo. No comprendía nada pero sus historias siempre las llevo pegadas al pecho. A. era un alcohólico empedernido, se perdía durante semanas en las cantinas y cuando atinaba en salir de ellas mi nana lo desnudaba en el patio de la casa y con el chorro de agua de la manguera lo bañaba y despacio le quitaba el excremento pegado a su cuerpo por los días de inconsciencia, logrados gracias a los cientos de litros de alcohol bebidos. Él falleció en un hospital cualquiera luego de permanecer inconsciente durante horas en una avenida cercana a la casa de su ex mujer, inclusive fue ella quien lo reconoció y quien llamó a mi nana para que juntas lo llevaran al hospital. Fue así, es el destino. Lo enterraron en el panteón de los Olivos, ahí sigue, solamente lo visité una vez, al igual que la tumba de mi padre. Mi nana dijo que Dios le cortó las alas a mi tata.
El padre de uno de mis mejores amigos, que murió hace un par de años, hablaba seguido de la primera vez que vio un avión: “de pronto se escuchó el rugido en el cielo y de la nada aterrizó sobre los pastizales una avioneta de doble motor, con un hombre vestido en piel que apenas y pudo bajarse de la avioneta”. Nadie hubiera imaginado, dice el padre de mi amigo, que existieran pájaros así de grandes, lloraron muchos por miedo ese día, otros por la emoción. Ese mismo hombre envejecido, el padre de mi amigo, gustaba de escribir, se molestaba porque decía que los teclados de las máquinas no le funcionaban debido a sus grandes y curtidas manos por años de trabajos de todos tipos; ése mismo ser tan amable partió un día, lo recuerdo bien, no estuve a su lado por estar en otra parte del mundo, me hubiera gustado verlo, fue el único en confiar en mí, como persona, como hombre. Otra de sus historias es inolvidable: de pequeño escuchó la narración por el radio del bombardeo a Pearl Harbor en 1941, él imaginaba las grandes aves metálicas dejando caer bombas y quitando vidas; 50 años más tarde como regalo sus hijos lo mandaron a Hawai y, al llegar al Arizona Memorial en Honolulú, se desplomó y lloró por descubrir un lugar de la historia que vivió a larga distancia y sobre todo por saber que aquellas aves descubiertas sobre los pastizales de su pueblo pudieran destruir cualquier cosa a su paso.
Siempre he pensado que aquellos que nacen en el vientre de un avión son afortunados. Ésos que nacen tan cerca del cielo, pase lo que pase, siempre mantendrán un buen par de alas para sobrevolar cualquier miseria sin problema alguno. Ahora, cuando luego de años pude saltar de un avión sentí la más grande libertad de mi vida. Nada importaba, volaba en una avioneta y mundo abajo veía los trazos de la naturaleza. Cuando se llegó la hora me lancé al vacío y por primera vez pude sentir una paz tan grande que es imposible explicarla. Por eso la manía de seguir deseándolo, por siempre, volar y no estar en esta tierra. Comprende uno la naturaleza de los pájaros, siempre migrando, libres, sin problemas, allá arriba no hay límites, no hay nada, estás tú solo sin problemas. Desearías nunca llegar a tierra.
Es de una crueldad vivir sin alas, estar en esta tierra y conocer simplemente los relieves del horizonte, terrenal y pleonástico horizonte. Hay por lo menos tres cosas que deseo lograr antes de irme: 1) visitar el desierto donde se perdió mi padre por más de un mes, ver ese inmenso y vacío mar e imaginar dónde se derribó su avión; 2) salir de este mundo, verlo desde el espacio, al paso que vamos no será difícil, espero lograr tal fortuna como para hacerlo; 3) escalar el Everest y lanzarme en parapente desde esa altura. Sueños. Me da tristeza no tener alas. Creo que lo único a compartir con las aves es la soledad, éstas también se pierden y se dejan morir cuando no tienen más que conocer, la muerte como una trampa. Ahora bien: ¿de qué sirve tener alas y ser un bello pájaro en una jaula? No lo sé, echemos un vistazo a nuestro alrededor…
Recién se acaba de estrenar en Estados Unidos la película The Road, basada en la novela de Cormac McCarthy, por si no han leído el libro, esta es una buena oportunidad para leerlo antes del estreno del filme en México; no se preocupen, quizá esta película llegue a México hasta el año que viene… así que sobra tiempo para leer esta excelente novela apocalíptica. Abajo un ensayo sobre La Carretera por William Kennedy, tomado del New York Times.
Left Behind
By WILLIAM KENNEDY
Published: October 8, 2006
Cormac McCarthy’s subject in his new novel is as big as it gets: the end of the civilized world, the dying of life on the planet and the spectacle of it all. He has written a visually stunning picture of how it looks at the end to two pilgrims on the road to nowhere. Color in the world — except for fire and blood — exists mainly in memory or dream. Fire and firestorms have consumed forests and cities, and from the fall of ashes and soot everything is gray, the river water black. Hydrangeas and wild orchids stand in the forest, sculptured by fire into “ashen effigies” of themselves, waiting for the wind to blow them over into dust. Intense heat has melted and tipped a city’s buildings, and window glass hangs frozen down their walls. On the Interstate “long lines of charred and rusting cars” are “sitting in a stiff gray sludge of melted rubber. … The incinerate corpses shrunk to the size of a child and propped on the bare springs of the seats. Ten thousand dreams ensepulchred within their crozzled hearts.”
McCarthy has said that death is the major issue in the world and that writers who don’t address it are not serious. Death reaches very near totality in this novel. Billions of people have died, all animal and plant life, the birds of the air and the fishes of the sea are dead: “At the tide line a woven mat of weeds and the ribs of fishes in their millions stretching along the shore as far as eye could see like an isocline of death.” Forest fires are still being ignited (by lightning? other fires?) after what seems to be a decade since that early morning — 1:17 a.m., no day, month or year specified — when the sky opened with “a long shear of light and then a series of low concussions.” The survivors (not many) of the barbaric wars that followed the event wear masks against the perpetual cloud of soot in the air. Bloodcults are consuming one another. Cannibalism became a major enterprise after the food gave out. Deranged chanting became the music of the new age.